Vaya golpe le dio el electorado de Chile al proyecto de la nueva Constitución. Tras la aplastante derrota del proyecto constituyente, el país quedó sumergido en una profunda crisis política.
Pero más allá de las razones que motivaron el rechazo al texto – que hay varias y las hemos analizado ya en Cuestione– vale la pena pensar en una lección fundamental que queda no solo para ese país, sino para toda Latinoamérica.
El presidente Gabriel Boric, que siempre fue partidario de la nueva Constitución, hizo algo que pocas izquierdas y políticos de América Latina hacen: salió de inmediato a reconocer los resultados, asumir la derrota y llamar a todos los sectores a construir un nuevo camino a través del diálogo.
Líderes de los distintos partidos que apoyaban el Apruebo hicieron autocríticas sobre los errores cometidos para construir un texto que que unifique a la sociedad, que no genere miedos y que sea, sobre todo, comprensible para la gente de Chile.
No hubo denuncias de fraudes ni grandes conspiraciones “conservadoras”. Sí se asumió, y no sin razón, que hubo una enorme campaña de desinformación y manipulación, pero también que no hubo la capacidad de hacerle frente.
También se aceptó que los propios constituyentes se prestaron para ser exhibidos como personas poco serias, imprudentes o mal preparadas. Todo esto influyó en que gran parte de la sociedad le perdiera la confianza al nuevo proyecto de Constitución.
Qué diferencia con lo que vemos en otros países, empezando por el nuestro. Aquí, un resultado electoral sólo se reconoce si gana nuestro lado. A pesar de que se ha construido un gran andamiaje para proteger las elecciones, distintos grupos políticos siguen comprando votos y manipulando programas sociales para su beneficio, y aún así les es casi imposible reconocer una derrota.
Nuestro presidente acusa constantemente grandes conspiraciones de sus “adversarios”, a quienes no baja de corruptos, conservadores, vendidos o criminales. No hay empacho desde el partido gobernante para acusar de traición a la patria a quien piensa diferente, o a amenazar con nombre y apellido a periodistas, legisladores, jueces y magistrados.
No hay derrota que valga en un país dónde un grupo siempre tiene la razón. Lo mismo pasa en otras naciones. Tenemos, por supuesto, a Venezuela, que se ha convertido en el ejemplo trágico de un proyecto de izquierda convertido en una falsa democracia, en que toda institución debe estar bajo el dominio del Ejecutivo.
Y ejemplos así sobran: Ecuador, El Salvador, Nicaragua. Y no todos estos presidentes son de izquierda ni tienen políticas que se podrían considerar progresistas; de hecho, muchos son muy conservadores. Pero les une esto: nunca saber perder ni dialogar desde la diferencia.
Así que es refrescante que el presidente chileno reconozca a su propia democracia y admita que es tiempo de hacer ajustes y buscar la conciliación. Esto, en lugar de revolcarse en el discurso de la gran conspiración oscura.
En democracia se gana y se pierde, y perder duele. Pero el camino no debe ser culpar a los demás, victimizarse y, sobre todo, buscar dividir a la sociedad. No puede ser tratar de fracturar nuestra de por sí débil institucionalidad.
Toda América Latina enfrenta una ola populista, tanto de izquierda como de derecha, que no respeta la democracia. Qué crece en la polarización.
De hecho, el gran desafío que queda para Boric en Chile es lograr que la ultra derecha cambie sus formas de hacer política, que se parecen mucho a todo lo que critican de los otros países: un Estado que decide quién vive y quién muere, quién tiene hijos y quién no, quién tiene derechos y quién no. Los extremos al final se tocan y esto aplica en ambas direcciones.
Otra izquierda es posible, pero no hemos sabido construirla; otro diálogo es posible, pero estamos polarizados, frustrados y con demasiado enojo.
Alguién tiene que ser la primera persona que diga: hablemos.
Hablemos.