Las dos muertes de Camila

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Ésta es la historia de una niña que murió dos veces.

Y pinta de cuerpo entero los problemas de nuestro país. Ésta es la historia de la niña Camila y su madre, Mary Jane

Camila tenía tres años, y vivía en un pequeño poblado en San Luis Potosí con su mamá. Era una niña normal y alegre. Un día enfermó. Una infección le causó una intensa diarrea y empezó a debilitarse. 

Su madre emprendió con ella un largo trayecto al Centro de Salud más cercano, pero estaba cerrado; buscó otro y acabó en el Hospital Comunitario Salinas de Hidalgo. Estaba cada vez más preocupada por su pequeña hija.

El médico que la trató, sin embargo, estaba muy tranquilo. Cuando finalmente la vio, le prescribió un analgésico y dijo que se hidratara. Las mandó de vuelta a casa.

Al día siguiente, Camila estaba aún peor. Más débil, aún enferma, no mejoraba. Mary Jane volvió a recorrer el camino de tres horas para llegar al Hospital Comunitario.

La recibió el mismo médico, que la dejó en una sala de espera por cuatro horas en lo que atendía a su hija. Mientras las horas pasaban, Mary empezó a desesperarse. Nadie le informaba, nadie la mantenía al tanto. Empezó a insistir e insistir, exigiendo respuesta. ¿Qué estaba pasando con su hija?

Bajo presión, finalmente el médico confesó algo que sabía desde hace rato: Camila había muerto por deshidratación. Destruida, furiosa, su madre exigió explicaciones. “Es que se acabó el suero”, le dijeron.

Le condicionaron la entrega del cuerpo de la niña “hasta que se calmara”. Para esto, la encerraron en un consultorio bajo llave por dos horas. Mary Jane nos contó cómo gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla, lloró. 

Finalmente la soltaron, le dieron el cuerpo y un acta de defunción. Destruida, volvió a casa y organizó el funeral de su bebé

Pero esto se pone peor.

Una vez que Camila estaba en el ataúd, su madre pensó que escuchaba ruidos venir de adentro; que su hija se movía. La gente le dijo: “no, Mary, es la tristeza, así es el duelo”. Pero ella no se convencía. De pronto, la abuela de Camila se acercó y dijo “está empañado el vidrio del ataúd por dentro”. Camila no había muerto

Mary Jane no sabía si alucinaba o si era un milagro. Llamaron a una ambulancia que la recogió y constataron que estaba muy débil pero viva. La empezaron a tratar, pero entró en paro cardíaco. Los intentos de resucitarla fracasaron. Nunca llegó al hospital.

Y su madre recibió una segunda acta de defunción de su hija Camila.

Esta tragedia es la historia de una familia, pero también es una crónica de un sistema de salud público fallido. De una negligencia generalizada en quienes debieron cuidar a esta niña. De una falta de pericia o sentido de responsabilidad para diagnosticar.

Y por supuesto que no es un problema nuevo: históricamente México no ha logrado construir un sistema eficaz y amplio de seguridad social, siendo el Seguro Popular uno de los pocos esfuerzos que, con todas sus fallas, algo ayudó.

Sin embargo, el admitido fracaso del Insabi creado por este gobierno y los constantes recortes al gasto de salud, la falta de infraestructura y equipo, están agravando la situación. Ya lo vimos con los niños con cáncer, con la escasez de vacunas o de medicamentos.

Éste no es un problema que se resuelva con promesas en las conferencias de prensa, ni con discursos, ni acusando a los críticos de lucrar con el dolor. Se resuelve con inversión, con estrategia focalizada, con un compromiso presupuestario de capacitar y equipar al personal de salud. Nada de eso está pasando con suficiente efectividad.

México no puede seguir siendo el país en el que suceden cosas como lo que le pasó a Camila. Nuestro país no se puede dar el lujo de ignorar esta historia porque están lejos, porque son pobres, porque son anónimos.

Nunca olvidemos a Camila.

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