La prensa y la rabia

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Indignación. Rabia, Enojo. Así ha sido recibido el reportaje que se publicó recientemente sobre los hijos del presidente y el supuesto de que se han beneficiado con el programa Sembrando Vida para su empresa de chocolates.

Las reacciones comenzaron en la conferencia de la mañana hace unos días, pero se expandieron como pólvora en redes sociales y medios afines a la llamada Cuarta Transformación. Los ataques personales contra Carmen Aristegui y Proceso se volvieron tendencia, cuestionando su profesionalismo, su vida y su historia.

Esto no deja de ser irónico ya que ella, como periodista, ha sido vista como ejemplo de alguien que ejerce su trabajo con independencia. Aristegui, por ejemplo, reveló el escándalo de la Casa Blanca de Peña Nieto, por lo que fue celebrada por quienes se dicen de izquierda en México. Proceso, por su parte, es un medio que históricamente ha sido crítico del poder político. 

Pero pasaron de recibir aplausos por su trabajo en otras administraciones, a recibir ataques viciosos por parte del régimen y sus seguidores.

¿Qué pasó? ¿Se cambiaron de bando? ¿Dejaron de hacer periodismo honesto? En realidad, su defecto es que están del lado equivocado de la bipolaridad política en nuestro país. Y no es que Aristegui y Proceso no hayan cometido errores o publicado reportajes equivocados antes, que sin duda lo han hecho. Pero hoy la crítica no es por eso: es por cuestionar al poder.

Hay un par de historias que nos muestran el peligro de que los medios se sometan a los designios de los gobiernos

Uno de ellos, emblemático, es lo que pasó tras los ataques terroristas en Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Ante la indignación social y de la administración de George Bush, se desató una ola patriótica que terminó decidiendo la línea editorial de muchos medios.

Así, algunos tan importantes como el New York Times o CNN, acorralados por la exigencia de apegarse a las versiones oficiales, dieron por ciertas las cosas que les decían desde el gobierno. Les dijeron que Al Qaeda era aliada de Saddam Hussein, presidente de Irak en ese momento. Les dijeron que tenía armas de destrucción masiva. Les dijeron todo lo que tenían que repetir para justificar sus guerras de venganza.

Y lo repitieron.

Pasaría mucho tiempo antes de que se revelara que todo eso era mentira. Ni había una alianza entre estos grupos, ni había esas armas. Pero la prensa cedió ante la presión.

Otro caso es el de los ataques terroristas en España, el 11 de marzo de 2004. Apenas unos días antes de las elecciones, atacantes detonaron una serie de bombas en trenes cerca de Madrid

El gobierno de José María Aznar presionó a los principales diarios de su país para que dijeran que el grupo separatista ETA era responsable. 

Pronto se supo que esa versión del gobierno era falsa, y que en realidad eran radicales islámicos quienes hicieron los ataques. Pero la prensa, al menos al principio, cedió ante la presión.

Y eso siempre es nocivo para la democracia, para el debate público y para la sociedad. Decía George Orwell que “la libertad de prensa, si significa algo, es la libertad para criticar y oponerse”. Tenía razón.

Sin embargo, hoy la tentación es acusar a cada crítico, a cada cuestionamiento, de ser un enemigo; se les ataca personalmente, sin importar la calidad de su trabajo. Se les cuestiona por investigar, por analizar, por dar a conocer. 

Porque nos hemos convertido en un país en el que solo queremos que nos reafirmen nuestra opinión. No nos importa si es información correcta o manipulada; lo que nos importa es que coincida con nuestro pensamiento.

Eso podrá ser reconfortante para quienes se han radicalizado, pero a la larga es profundamente dañino para nuestro debate social, para nuestra democracia y para nuestra nación.

La prensa cuenta la historia de nuestros días. Debe hacerlo bien. Y debe hacerlo sin miedo, en libertad. Si no lo puede hacer, no es periodismo.

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