Violencia política

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El lenguaje político está diseñado para que las mentiras suenen a verdad, que el homicidio suene respetable y para darle al viento la apariencia de solidez. Eso dijo el escritor británico George Orwell hace muchas décadas, y hoy se siente más verdadero que nunca.

Esto viene al caso en el contexto de las elecciones intermedias que se llevaron a cabo esta semana en Estados Unidos. Más allá del resultado, estuvieron marcadas por un preocupante elemento: la violencia política.

Unas semanas atrás, la líder de los demócratas en el Congreso, Nancy Pelosi, fue víctima de un atentado. Un hombre entró a su casa con un martillo, buscándola. “¿Dónde está Nancy?” gritó y solo se encontró a su marido, un hombre ya mayor. Lo golpeó con un martillo entre forcejeos.

El caso llenó titulares por la importancia del personaje y por la violencia, pero lo grave es que está lejos de ser algo aislado. Medios y analistas de Estados Unidos han alertado desde hace tiempo sobre el incremento y persistencia de la violencia política en ese país desde el gobierno de Donald Trump.

Ese presidente normalizó el discurso de odio. Desde su campaña y hasta hoy, ha alentado la división, la estigmatización y la urgencia de “hacer algo” como un enganche con sus fieles seguidores.

Durante este proceso electoral, el discurso violento marcó la pauta. Candidatos y candidatas republicanas defendían la idea de que la elección que perdió Trump había sido un fraude, y alimentaron la desinformación, así como las teorías de la conspiración.

La frustración social por la economía y la pandemia fue terreno fértil para que ese enojo tomara vuelo y se normalizara una discursiva radical, que en muchos casos llevó a la violencia real. Esto prendió las alarmas: la democracia de Estados Unidos mostraba sus debilidades y el riesgo verdadero de ser desmantelada. 

¿Por qué debería importarnos? No solo por ser un país vecino y nuestro principal socio comercial. Debe preocuparnos porque las derivas violentas son contagiosas y lo que estamos viendo en el discurso público de hoy en nuestro país tiene muchas similitudes con la retórica trumpista.

Esto viene especialmente al caso en el debate sobre la reforma al Instituto Nacional Electoral. Las reformas no siempre son malas y quizá en la propuesta presidencial podemos encontrar algunas cosas rescatables, como reducir los recursos públicos a los partidos.

Otras son sumamente peligrosas, como la elección directa de consejeros en un país marcado por la compra de votos, el acarreo, el uso de programas de apoyo social para coaccionar a votantes. 

Sin embargo, lo importante no ha sido debatir las propuestas específicas, sino convertir esto en un concurso de insultos y estigmas.

–La forma en que el presidente se ha referido a quienes marcharán este domingo no es nueva ni sorprendente. Desde que era Jefe de Gobierno de la Ciudad de México ya condenaba las marchas que hubo para exigir más seguridad, con más o menos los mismos adjetivos: conservadores, reaccionarios, privilegiados, etc.

Es el mismo tipo de discurso que detalla Orwell, en el que gana quién grita más fuerte y miente mejor, no quién tiene el mejor argumento. Eso es también lo que se vio el martes pasado en la elección intermedia de Estados Unidos, en que la retórica del insulto, de “los perversos” y los llamados a actuar terminaron en actos de violencia directa.

Al final, el electorado de ese país parece haber frenado la deriva de odio. Los candidatos más radicales que apuntaló Trump no tuvieron el éxito esperado, y los demócratas salieron a votar en masa. No fue el gran triunfo republicano que se esperaba.

Y quizá hay una lección ahí: el discurso maniqueo y de odio llena las redes y los titulares, pero también se desgasta. La gente se cansa de escuchar insultos, y solo los más radicales los siguen repitiendo, pero su efecto se va perdiendo.

Buena parte del fracaso de la oposición es que no ha logrado construir una narrativa que rompa con el tono que impone el oficialismo y articule un discurso que suene creíble, confiable y sensato. 

Ante las grandes decisiones que vienen, y que marcarán el futuro de nuestro país, quizá conviene que lo trabajen.

Nuestro futuro democrático está en juego.

Más del autor: Brujas

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