Vivir la conspiración

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Qué cosa tan interesante son las conspiraciones. Fascinan a la sociedad y sirven como herramienta de manipulación política como pocas cosas. 

Siempre han existido, pero se han popularizado y profundizado en los últimos años. Esto, por supuesto en gran medida por líderes populistas que las promueven y gracias a las redes sociales. Pero, ¿por qué funcionan?

Hay varias razones. Una de ellas es la necesidad de reafirmación en una sociedad que necesita simplificar la realidad para poder entenderla. Esto significa que en un mundo lleno de incertidumbres en el que no sentimos tener control de lo que pasa en nuestro entorno, creer en cosas sencillas nos ayuda a administrar la realidad.

Un buen ejemplo de esto es el caso del Metro. Tras el accidente de la Línea 3, que dejó una persona fallecida y decenas de heridos, los argumentos del gobierno de la capital se agotaron. 

Con la tragedia de la Línea 12 y múltiples incidentes de choque de trenes, inundaciones, incendios, fallas y errores, ya no era posible ocultar la grave crisis que enfrenta el sistema de transporte

Aunque se alegue que ahora se gasta más en mantenimiento, cosa que hemos investigado en Cuestione y explicado que es falso, lo que está claro es que lo están haciendo mal. 

Desde la gestión de Florencia Serranía y la actual de Guillermo Calderón, la incompetencia es innegable.

Entonces, ¿qué haces cuándo ya no tienes argumentos? Creas una conspiración.

Así, el Presidente deslizó la idea de que podría ser intencional. La Jefa de Gobierno compró ipso facto la idea, metiendo a la Guardia Nacional a las instalaciones y decretando que no se trataba de accidentes, sino de “eventos inusuales” e incluso denunciando la posibilidad de sabotaje.

Entonces, los sectores de la sociedad que han depositado su apoyo emocional en este gobierno, dicen “por supuesto”. La realidad de que el Metro está mal administrado y mantenido exige autocrítica, y eso no cuadra con el deseo de que el gobierno sea de excelencia.

Por lo tanto, claro que no es su culpa: es una conspiración de gente que sabotea trenes, engaña y explota a las víctimas. Eso lo hace muy fácil. Son los malos, están dispuestos a todo. Nosotros somos los buenos y no quieren que nos vaya bien.

Esto por supuesto no es una estrategia exclusiva de este gobierno – se ve en algunos sectores de la oposición también – y mucho menos de nuestro país. Varios gobiernos populistas han aprovechado las ventajas de la herramienta para empujar sus ideas y radicalizar a sus bases, como lo vimos con Donald Trump en Estados Unidos o Jair Bolsonaro en Brasil.

Estos líderes se aprovecharon de algunos sentimientos de amplios sectores de la sociedad para catalizar las fantasías de conspiraciones. Y esta es otra de las razones: la ansiedad. Sentimos ansiedad por nuestra salud, nuestra economía, nuestro futuro, nuestras posibilidades; y eso nos hace sentir desempoderados. Sentimos que “nuestro bando” está perdiendo.

Esa sensación se convierte en otra, más fácil de procesar y administrar: el enojo. La ira tiene la ventaja de que no acepta argumentos y mucho menos hechos, al igual que las conspiraciones. Por eso la gente agraviada tiene mucha facilidad para conectar con esas teorías, por muy inverosímiles o desmentidas que sean.

Así, las conspiraciones funcionan porque nos dan una sensación de control sobre eventos que no entendemos o no queremos aceptar. Eso es muy humano y entendible, pero es malo para la sociedad y las democracias.

Acá está el dilema: sabemos que sí ha habido conspiraciones reales, y la existencia de algunas nos hace pensar que podemos validarlas todas. Así que el desafío es ¿cómo las distinguimos? ¿Cómo sabemos cuando es una herramienta para manipularnos y cuando es un problema de verdad?

Es relativamente fácil, en realidad. Tenemos que ser valientes. Eso significa tener el valor de cuestionar nuestras convicciones. No importa cuánto creamos o queramos creer en algo, cuánta fe le tengamos, cuánto nos mueva emocionalmente, debemos poder abrirnos a los cuestionamientos, los hechos. Solo así podremos librarnos de la cómoda pero peligrosa tentación de ser esclavos de las mentiras que escuchamos.

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