Sin prensa libre, no hay democracia

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Históricamente ha habido un paradigma fundamental en el mundo del periodismo: la prensa libre le es incómoda al Estado porque lo revisa, vigila, investiga y denuncia; por el contrario, la prensa servil es la que alaba al gobierno y minimiza u oculta sus acciones cuestionables.

Este paradigma era especialmente importante en México, que durante las largas décadas de la hegemonía priista tenía una prensa obsecuente al poder. Por miedo o por negocio, los grandes diarios se acomodaban a los poderosos. Eso empezó a cambiar poco a poco a partir de finales de los años 80, cuando fueron surgiendo más y más medios alternativos, críticos y rebeldes al gobierno.

Durante todos esos años, incluyendo los posteriores a la transición democrática en el año 2000, la prensa valiente era la que no se intimidaba ante quien gobernase. La que levantaba la voz por la corrupción, las injusticias y las malas decisiones. 

Fue esa la prensa de la famosa Estafa Maestra que puso a la administración de Enrique Peña Nieto contra la pared; fue esa prensa la primera en denunciar los vínculos entre Genaro García Luna, procurador de Felipe Calderón, con el narcotráfico. 

Los medios y periodistas que realizaron estas investigaciones fueron reconocidos por la sociedad, pero criticados, espiados y hasta perseguidos por los distintos gobiernos. Eran prácticas condenables que, se suponía, habían terminado. 

Trágicamente, los hechos y los números nos cuentan otra historia. Según han documentado organizaciones independientes como Reporteros sin Fronteras o Artículo 19, México es uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo, y el más riesgoso de América. 

Solo nos supera a nivel global Palestina, que se encuentra sumergida en una cruenta guerra. Los asesinatos son la expresión más grave de esta violencia, pero no la única. Según Artículo 19, cada 13 horas en promedio hay una agresión contra periodistas en nuestro país, en su gran mayoría por agentes del Estado, ya sean locales o federales.

Es en ese turbulento contexto donde las palabras recientes del presidente Andrés Manuel López Obrador resultan especialmente graves. 

No es que sea nada nuevo. Desde muy temprano en su administración, el mandatario se embarcó en cambiar el histórico paradigma para invertirlo. Ahora, nos dice, los periodistas vendidos, corruptos, chayoteros y demás son los que critican al gobierno, mientras que los valientes son los que lo defienden. Ha logrado instalar esa narrativa con éxito en muchos sectores.

Hace unas semanas, la fuente de la indignación fueron unos reportajes que daban cuenta de una investigación de la DEA sobre posible financiamiento del narcotráfico en la campaña del presidente en 2006. En el momento de la publicación el gobierno se lanzó con furia, una y otra vez, contra el multipremiado periodista Tim Golden y la mexicana Anabel Hernández. Esta última, por cierto, muy celebrada antes por sus investigaciones sobre García Luna. 

Ahora, es el New York Times con una nueva investigación la que ha agitado la ira de Palacio Nacional. En este reportaje se plantea que la DEA investigó si el crimen organizado financió la campaña de 2018 de López Obrador. El Times explica que no se encontraron pruebas contundentes, pero eso no le libró de adjetivos.

“Calumniadores, corruptos” dijo el presidente, en su habitual letanía de insultos. Y aquí hay un punto muy importante de aclarar: López Obrador puede, dentro de su libertad de expresión, criticar a la prensa todo lo que quiera. Algunos querrían que lo hiciera con más altura de miras, pero eso no cambia que es su derecho. 

Lo que no es su derecho es revelar datos personales de periodistas. Entregar el número de teléfono de una corresponsal, dar a conocer ingresos o propiedades de otros periodistas, no solo les pone en riesgo, es ilegal. Tan lo es, que el INAI ya ha iniciado una investigación de oficio por violaciones a la ley de seguridad de datos personales. Organizaciones internacionales de defensa de la libertad de prensa también han denunciado los hechos, como lo hizo el mismo New York Times

Esa táctica de intimidación a la prensa, en un país tan peligroso como este, es un atentado contra la democracia. Porque tan preciada es la libertad del presidente de criticar a la prensa como la de la prensa de criticar al poder. 

Lo hemos dicho antes, y lo seguiremos diciendo: sin seguridad no hay prensa libre; sin prensa libre, no hay democracia. 

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