El estallido que fue colapso

Compartir:

- Advertisement -

Para Miranda y Emiliano

¿Cuántas vidas vale una revolución? O más bien, ¿cuántas cuesta? 

Se está conmemorando otro año del famoso “estallido social” en Chile, que prometía empujar una transformación profunda de un sistema quebrado, extractivo para las personas trabajadoras. Un sistema diseñado por la dictadura de Augusto Pinochet para perpetuar un sistema de desigualdad que generó un supuesto progreso económico, pero nunca social.

Somos de memoria corta, así que recordemos: en octubre de 2019, el gobierno de derecha de Sebastián Piñera decidió subir el precio del transporte público, en particular el Metro. Esto desató una protesta de un liceo femenil, que empezaron a meterse al sistema de transporte sin pagar. Pronto, muchos liceos de varones se sumaron, sobre todo ante la respuesta desproporcionada de represión que recibieron. Y poco después, el país se incendió.

En Chile casi todo es privado, hasta el agua. Las pensiones, la salud, la mayor parte de la educación; lo que es público está hecho y diseñado para pobres. 

Así, se sumaron no solo más estudiantes, sino pensionados, trabajadores de todo tipo, grupos sociales discriminados. La represión brutal del gobierno y su insensibilidad a las demandas de la sociedad fue echar gasolina al fuego.

La violencia creció y creció, las protestas se salieron de control. Y también la brutalidad policial. Las clases sociales acomodadas veían con terror lo que sucedía, resucitando sus horrores de la Unidad Popular de Salvador Allende. El presidente Piñera, en su profunda incompetencia política, dijo que enfrentaba un “poderoso enemigo” -su propio pueblo- y la derecha buscó culpables extranjeros como si fuera la Guerra Fría. Incapaces de encontrar un gran responsable, responsabilizaron al… K-Pop

El 18 de octubre de 2019 estuve en la marcha más importante de la historia moderna de Chile. Más de un millón de personas salieron a protestar contra un sistema que sentían injusto, y con bastante razón. Acorralados, el gobierno y el Congreso determinaron que la única salida política era una Convención Constituyente, en la que la carta Magna de Pinochet fuera reemplazada por una diseñada por el pueblo para el pueblo.

“Es la hora de la gente”, me decían amistades de ese país, ilusionadas. Murieron unas 40 personas, casi 400 perdieron sus ojos por los disparos intencionados de los carabineros, más de 2,500 resultaron heridas. Pero valió la pena, decían: lograron imponer un nuevo país.

Se convocó a un plebiscito para saber si la gente estaba de acuerdo con una nueva Constitución, en la que el Sí ganó abrumadoramente. Se convocó a elecciones de constituyentes, en los que los independientes de la sociedad civil ganaron de lejos. La derecha quedó reducida como nunca desde el golpe de Estado. Los chilenos estaban recuperando su país, décadas después de una dictadura criminal y una democracia administrada por la elites. 

La esperanza gobernaba el alma chilena por primera vez en mucho tiempo. 

¿Qué pasó después? La Convención Constituyente, imbuida en la soberbia de su triunfo, pensó que podían hacer lo que quisieran. Se olvidaron que viven en un país en que la derecha dura controla todos los principales medios de comunicación; se olvidaron que el miedo es una poderosa herramienta política. Y en la construcción de su nueva carta Magna, olvidaron que tenían también que convencer a la gente: asumieron que ya estaban convencidos. 

Así, hicieron un texto rebuscado, demasiado largo, demasiado específico y con demasiados problemas para ser funcional.

Entra un nuevo jugador: “Los amarillos por Chile”. Un grupo de intelectuales, todos privilegiados, que se dicen “de centro”, le hacen el trabajo a una derecha sin credibilidad. Crean mitos de que “nos van a quitar el agua” y básicamente construyen la narrativa de que la nueva Constitución es el apocalipsis. Los medios devoran sus discursos, los repiten y repiten.

El miedo se apodera de Chile. Al final, el texto constituyente es absolutamente rechazado en un segundo plebiscito, lo cual es un gran fracaso para el nuevo presidente, Gabriel Boric. Sus causas se han quedado sin apoyo.

Convocan a una nueva Convención, pero ahora sí “bien hecha”: es decir, por viejos políticos de las mismas élites. El país da un giro de descontento y ahora le entregan la mayoría total a la emergente ultra derecha; esa que defiende el legado de Pinochet, los valores familiares, la pureza de la raza. 

El nuevo texto que están elaborando es una de las Constituciones más regresivas de América Latina. Prohibe el aborto, el matrimonio del mismo sexo, hasta legaliza que las playas sean privadas. Un diputado del Partido Republicano se animó a proponer quitar el voto a las mujeres. Eso no pasó, pero esa es la línea.

Pronto someterán esta nueva Constitución a un nuevo plebiscito. Las encuestas muestran que tiene pocas posibilidades de ser aprobada. Y en el mayor giro irónico de la historia, toda la izquierda chilena votará a favor de mantener la Carta Magna de Pinochet.

¿Qué pasó? ¿Cómo se pasó del empuje transformador a esta regresión? Será un caso de estudio para historiadores. 

Pero lo que sí sabemos es esto: la revolución chilena no valió vidas, las costó. Porque es un país gobernado por el miedo.

Más del autor: Trinchera elástica

SUSCRÍBETE A NUESTRO NEWSLETTER

Recibe las noticias más relevantes de México cada mañana, inicia tu día informado.