Hipérbole

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¿Las cosas te gustan o te parecen increíbles? ¿Algo te parece triste o devastador? ¿Quieres agua o mueres de sed?¿Te asustas o aterras? ¿Te agrada o lo amas con locura? Si tu opción suele ser la segunda, estás haciendo lo que llaman supersizing, o para ser más técnicos, el uso de las hipérboles. Y probablemente de forma excesiva

Una hipérbole es una figura retórica que consiste en ofrecer una visión desproporcionada de una realidad, amplificando o disminuyéndola. La era de las redes sociales ha contribuido mucho a esto: en un mundo de micromensajes, el uso de hipérboles ayudan a transmitir emociones que pueden no ser efectivas de otro modo.

Estas exageraciones intencionales son divertidas y útiles, sobre todo en el humor, pero su abuso debilita el lenguaje y lo transforma. Así, palabras que no tienen doble sentido lo adquieren o pierden su verdadero significado.

Algo ya no es malo, sino detestable; una cosa mediocre ya no es convencional, sino pésima. Lo que está bien es ahora promedio, porque si no sería asombroso. Y todo es “literal” excepto lo que realmente es literal.

Y si bien las redes han contribuido a esto, lo que es problemático es cómo se ha instalado en el debate político el uso de hipérboles para lograr la atención de los votantes.

Este no es un fenómeno exclusivamente mexicano, pero sí está muy vinculado a los populismos contemporáneos. Donald Trump es un buen ejemplo. Su uso radicalizado de los insultos y acusaciones contra oponentes, así como los apodos groseros, son su marca. Y le funciona: a fuerza de usar los ataques indiscriminadamente, ya no se sienten “peligrosos” por parte del electorado, sino hasta simpáticos: “es que así es”, dicen. 

También abusa de las hipérboles sobre sus logros: nunca había habido una mejor economía; será el muro más alto; soy el más temido por nuestros enemigos. Eso conecta con un votante muy básico y poco informado, que necesita que le lleguen emocionalmente pero que no le hagan pensar mucho.

Esto, por supuesto, funciona muy bien en México. Nuestro presidente ha dicho una docena de veces que tendremos “una salud como la de Dinamarca” sin ningún pudor. Y le funciona. La mayor parte de la gente asume que la salud de ese país es buena sin hacer muchas preguntas, y suponen que aunque no se logre en realidad, el presidente lo dice en serio. También puede decir que “no se podará un solo árbol” para hacer el Tren Maya. Ni uno.

Creer eso es un ejercicio de suspensión de la incredulidad absoluto, pero le ha funcionado: sus fans y plumas a sueldo no lo cuestionan.

El problema es que los superlativos se van desgastando y hay que ir más lejos. Así que ahora ya no se hacen cosas “grandes” sino que hiper o mega, como la Megafarmacia. Todo tiene que ser lo “mejor del mundo”: el AIFA, el Tren Maya. Nada tiene rival en la imaginación presidencial.

Lo mismo con las cosas malas. Antes, “todo” tenía corrupción, era conservador o neoliberal -dos términos que se usan como sinónimos en su realidad lingüística alterna– y había que demoler hasta los cimientos. Hasta las hipérboles se van volviendo débiles.

Este es el problema: el lenguaje construye las ideas. La radicalidad que fomenta el uso indiscriminado de la exageración nubla el pensamiento crítico, arrolla los matices indispensables para entender la realidad, y le quita profundidad a todo. 

Y cuando pase el tiempo quedará claro que ni estos son “los mejores” ni aquellos eran “los peores”, sino que simplemente escogimos creer en la realidad más básica para entenderla.

Pero para entonces, el daño estará hecho.

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