Democracia y elecciones: ¿sin oposición?

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La democracia puede definirse de distintas maneras. Etimológicamente, democracia significa poder (kratos) del pueblo (demos). Miradas más exigentes definen al también llamado gobierno popular como el gobierno del, por y para el pueblo. 

La idea es que el pueblo, entendido como la parte más pobre de la sociedad, ejerza de manera directa el gobierno del conjunto de la comunidad política. En la modernidad, la democracia directa ha sido sustituida por la democracia representativa. El pueblo, entendido como el conjunto de los ciudadanos, ya no ejerce directamente la soberanía del Estado, sino lo hace de forma indirecta a través de la elección de sus representantes

Elecciones periódicas, partidos políticos y libertades civiles y políticas son el sello distintivo mínimo de una democracia que requiere hacerse cargo de la complejidad social, la pluralidad política y la extensión territorial de una Nación.

Habitualmente asociamos a la democracia representativa moderna como el gobierno de la mayoría. El partido político o candidato que gana la mayoría de los votos de los ciudadanos ejerce el poder del Estado, sea en sus ámbitos Ejecutivo y Legislativo o en sus niveles de gobierno. Sin embargo, esta aparente verdad de perogrullo no es evidente sino problemática.

Es cierto que quien gana la mayoría de votos de los ciudadanos tiene el derecho de gobernar y poner a prueba sus programas políticos, económicos y sociales. Para eso votaron los ciudadanos. Pero el hecho de obtener la mayoría no le otorga licencia al partido ganador para hacer lo que quiera a la hora de gobernar democráticamente. 

Existe una dimensión de la democracia, algunos la llaman sustantiva y no procedimental, compuesta por un conjunto de libertades y derechos fundamentales establecidos en la Constitución, que no puede ser vulnerada por ninguna mayoría, por más grande que ésta sea. La mayoría no puede, por ejemplo, borrar por decreto a las minorías políticas

La democracia representativa, entonces, es el gobierno de la mayoría y también de las minorías. Sin minorías políticas no hay democracia sino autocracia. Porque la mayoría de hoy puede ser la minoría de mañana y las minorías de hoy pueden convertirse en la mayoría de mañana. Para eso sirven las elecciones periódicas: para someter a prueba de vez en vez a mayoría y minorías. 

La presencia de las oposiciones, independientemente de si gobierna un partido de izquierda o derecha, es fundamental en clave democrática: evita el posible ejercicio arbitrario del poder por parte de la mayoría; inspecciona de cerca al gobierno en turno; controla sus procesos internos; propone otras alternativas a la sociedad; obliga al gobierno a negociar algunas de sus decisiones cruciales: por ejemplo, reformas constitucionales que requieren mayorías calificadas. Permite, en suma, un juego de poder en donde el partido ganador no gana todo y los perdedores no pierden todo de una vez y para siempre.

El próximo 7 de septiembre arrancarán formalmente en México las actividades rumbo a los comicios del 6 de junio de 2021, que tendrán más de 21,000 cargos públicos en disputa. Actualmente, el partido Morena, junto con sus aliados (el Partido del Trabajo, el pragmático Partido Verde Ecologista de México y los restos del naufragio del Partido Encuentro Social), tiene la mayoría en ambas cámaras del Congreso de la Unión y el titular del Ejecutivo proviene de esa formación política. Nada extraño hay en eso. 

En las elecciones presidenciales del 2018 arrasó el huracán López Obrador. Así lo decidió democráticamente una mayoría de ciudadanos mexicanos.  

Lo que llama la atención es que probablemente asistiremos a las elecciones intermedias del año próximo en medio de una singular paradoja: con una mayoría política previamente ganadora, conformada por Morena y sus aliados, y con minorías, como el Partido Acción Nacional y el Partido Revolucionario Institucional, previamente derrotadas (sobre el PRD no vale la pena detenerse demasiado). 

Así lo dicen, por ahora, diversas encuestas de preferencia del voto. La democracia, se presume, garantiza certidumbre sobre las reglas, pero incertidumbre sobre los resultados. Parece que en los comicios del año próximo tendremos certidumbre tanto en reglas como en resultados. El nivel de desconfianza y falta de crédito hacia los principales partidos de oposición mexicanos es tan elevado que no pueden depositarse demasiadas expectativas sobre su capacidad para convertirse de aquí a los comicios de junio en opciones electorales competitivas. 

No asistimos a elecciones no competitivas y de Estado, como sucedía anteriormente durante el régimen autoritario de partido hegemónico y sistema presidencialista. Durante la larga noche del PRI-gobierno, se sabía de antemano que el partido hegemónico ganaría las elecciones por las buenas o por las malas. Ahora contamos, ciertamente, con condiciones formales mínimas de competencia democrática, pero las oposiciones llegarán previsiblemente derrotadas de antemano a los comicios de junio del 2021. 

Después de las escandalosas revelaciones de Emilio Lozoya, sobre presuntos actos de corrupción llevados a cabo por ex presidentes de la República, funcionarios públicos y legisladores federales durante las administraciones panista de Felipe Calderón (2006-2012) y priista de Enrique Peña Nieto (2012-2018), las oposiciones calientan sus motores de cara a los comicios del año próximo con el sello de la derrota marcado en la frente. 

¿Será posible revertir esta paradoja democrática? No lo creo. El asunto a dirimir en las elecciones del próximo año consistirá, en todo caso, en definir cuál será el tamaño del triunfo de Morena y sus aliados y cuál el tamaño de la derrota de las oposiciones. No es lo mismo ganar por mucho que perder por poco. Asunto, por cierto, no menor para la salud de la democracia mexicana.

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