Cuando tu vida vale menos que un boleto de estacionamiento

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En plena crisis por el COVID-19, cuando la empatía y el sentido común deberían ser lo usual entre los mexicanos, aprendí a la mala que mi vida tiene menos valor que un boleto de estacionamiento. 

Les cuento qué fue lo que me hizo llegar a esta conclusión antes que piensen que la cuarentena y el lupus, con el que lucho desde hace 10 años, terminaron por volverme completamente loca. 

El 15 de abril pasado, luego de 31 días de aislamiento en casa, ocurrió lo inevitable: mi despensa estaba completamente vacía, así que con todo el dolor de mi corazón y la ansiedad por delante, tuve que acudir al supermercado para satisfacer esa mala costumbre que tenemos los humanos de comer tres veces al día. 

Durante semanas, mi hermana y familia habían sido mis distribuidores de víveres, pero ese día, de plano, no me quedó más que vestirme como astronauta, tomar todas las precauciones posibles y lanzarme en una carrera de 30 minutos a surtir la despensa. 

Hasta ahí, todo normal al llegar al supermercado ubicado en la plaza comercial Vista Norte: usar guantes, cubrebocas, desinfectar el carrito, apurarme entre los estantes para completar la lista, aplicar la “sana distancia” y pagar con tarjeta… ¡Misión completa en tiempo récord (o, al menos, era lo que pensaba)!

Me apresuré a sellar mi boleto de estacionamiento para volver a la seguridad de mi hogar y fue justo ahí cuando todo se torció. Mientras bajaba por la rampa eléctrica un mareo (cosa común entre los pacientes de lupus como yo) hizo que tuviera que agarrarme del pasamanos para no caerme. Fue ahí cuando el mentado boleto de estacionamiento cayó a la rampa. Con todo y el temor de caerme, intenté rescatarlo con el pie pero fue inútil, pues desapareció entre el metal.

Un guardia de la plaza Vista Norte presenció la escena y en medio de mi frustración solo hizo una mueca como diciendo: “Uy, ya ni modo”.

Volví al supermercado para pedir ayuda y me dijeron que fuera a la caseta de pago, así que me apuré a hacerlo para poder salir. Sobra decir que, para ese momento, mi ansiedad estaba al mil, pues sabía muy bien que cada momento que estaba en la plaza me exponía más y más a un contagio de coronavirus, ya que el lupus es una enfermedad que provoca que el sistema inmune ataque el tejido sano, por lo cual una cosa tan simple, como una gripa común, podría agravarse hasta matarme. No les quiero contar cuáles serían mis posibilidades de sobrevivir en caso de contraer COVID-19.

Pedí ayuda y la voz femenina a través de la máquina me dijo que la única solución era pagar un boleto extraviado, o sea 300 pesos. Le dije que había sido un accidente y que no podía pagar esa cantidad, así que se ofreció a enviarme “asistencia personal”.

Cuando después de varios minutos llegaron dos empleados de Copemsa, empresa que opera el estacionamiento de Vista Norte, pensé que todo se solucionaría, pero en realidad fue cuando el calvario comenzó.

El empleado –que venía acompañado con la mujer que respondió por la caseta– se limitó a ignorarme y se dirigió automáticamente a la rampa y ahí, ante la mirada de su compañera, del guardia de la plaza que presenció todo y la mía, comenzó a tirar un boleto para comprobar que yo no estaba mintiendo.

El mismo sujeto, cuyo nombre es José Aurelio Sánchez Castillo y es empleado de Copemsa, preguntó al guardia qué había pasado y luego le dijo a su compañera que no era posible que el boleto se hubiera ido a través de la rampa. 

Para este punto, intenté explicarle cómo fue todo, pero lo único que hizo fue verme y decirme en un tono completamente déspota que no era posible, que yo mentía y que solo quería aprovecharme de Copemsa para no pagar el estacionamiento cuya tarifa con boleto sellado es de cinco pesos. 

Le dije que el guardia ya había corroborado mi historia y que por favor me ayudara a solucionar el asunto, pues yo era una enferma inmunodeprimida y era necesario volver a mi casa cuanto antes. En ese momento comenzó a burlarse y ya de plano me gritó, me dijo que “eso (el COVID-19) no existe”, que yo era una mujer “histérica, malcogida y que de plano estaba loca”. 

Mientras me lo gritaba, la ansiedad volvió al mil, no por sus insultos básicos, sino porque el hombre no traía guantes ni cubrebocas y se me acercaba peligrosamente mientras me tosía a propósito

Ahora sí, histérica, le dije que no se me acercara, que se alejara y le pedí hablar con su superior y me dijo que no, porque el jefe estaba “muy ocupado” y no tenía tiempo para “atender a una loca”, y que si tanta prisa tenía de irme habían tres opciones: pagar 300 pesos, hablar a mantenimiento para que abrieran la escalera y yo me metiera a sacar el boleto (sí, así de absurdo) o de plano que saliera a la calle o que un coche me sacara otro boleto para poder irme y dejara de “estar molestando”.

Pedí hablar con su superior y después de mucho insistir lo llamó, mientras seguía burlándose e insultándome con referencias sexuales y a mi estado mental.

Cuando al fin llegó el gerente y sabiendo que lo iba a denunciar, el señor Sánchez Castillo (si es que ese es su nombre real) desapareció de la escena y de nuevo tuve que volver a explicar toooooodo al supuesto gerente de estacionamiento, pero agregué que quería denunciar a su empleado por agresión verbal y por toserme en repetidas ocasiones, ¡¿eso se puede calificar como agresión viral, terrorismo viral o de plano la ansiedad me hace hablar incoherencias?!

¿El resultado de mi denuncia? El gerente del estacionamiento en verdad intentó abrir la rampa para buscar el boleto (se los juro, no sabía si reír o llorar) cosa que, obviamente, fue imposible, pero armó tal escándalo que la administración de la plaza y hasta la policía llegaron a ver qué pasaba.

Después de mil discusiones más con la administración, el supuesto gerente y la policía (para ese entonces llevábamos más de una hora) me dijeron que ninguno podía apoyarme ni con el boleto ni a denunciar al empleado agresor, pues aunque la policía estaba ahí y había un guardia testigo, el acusado no estaba presente (sino en su oficina) y ellos no podían obligarlo a salir para iniciar la denuncia.

Los policías y el administrador se cansaron y la autoridad de plano se fue, aunque yo seguía pidiéndoles mi salida del centro comercial porque lupus y miedo intenso de contagio.

 Me volvieron a exigir los 300 pesos y toooooda mi información para tramitar el boleto perdido, pero no solo la del coche y mi identificación, sino mis datos personales y mi domicilio a lo que obviamente me negué. 

Finalmente recordé la sugerencia del empleado agresor y un taxista me ayudó a sacar un boleto con lo que pensé que al final podría volver a mi casa a bañarme en cloro, pues para entonces yo estaba segura de que me había contagiado, después de dos horas y 10 personas rodeándome.

Pagué el boleto, me subí al coche e intenté salir, pero cuando llegué a la pluma el gerente de estacionamiento (acompañado de los tres policías que ya se habían ido y cinco guardias de seguridad de la plaza) me impidió la salida y me dijo que estaba denunciada por fraude y por delitos a la propiedad privada, los cuales eran delitos federales (¡¿en serio?!).

Llamé al 911, expliqué lo que ocurría, mandaron una patrulla y cuando al fin llegó, uno de los policías le dijo que su presencia no era necesaria y que tenían la situación controlada. 

Me bajé del coche y le dije que era yo quien había pedido su ayuda. Expliqué otra vez todo lo que había pasado y después de muchos minutos, el policía Medina, quien llegó a bordo de la patrulla con placas MX-833-N1 me dijo que tenía que pagar ahora 500 pesos o me llevarían al Ministerio Público donde me detendrían 24 horas en una celda. 

Para este punto estaba ahora sí nadando en ansiedad y por consejo de mi abogada le dije que no me negaba a acompañarlo al MP, pero que no podía subirme a la patrulla debido a la contaminación de la misma y que al llegar ante la autoridad yo denunciaría que habían puesto mi salud en riesgo al ser una paciente inmunodeprimida y retenerme por más de tres horas. 

Cual delincuente, la patrulla se estacionó frente a mí para impedir que me fuera y los guardias de la plaza pusieron botes detrás para que no pudiera moverme.

Me negué a ir al MP hasta que me garantizaran un traslado seguro, mientras los cuatro policías (entre ellos una mujer) me gritaban que dejara “de hacerle a la mamada” y no denunciara, pues no iba a pasar nada y solo me iba a “buscar problemas”.

Volví a llamar a mi abogada y mientras ella se preparaba para irme a buscar, llegó un nuevo administrador de la plaza quien se ofreció a pagar la mitad del dinero que me pedían para que me fuera y le expliqué (ahora sí entre lágrimas) que no solo era la cantidad monetaria, sino la agresión del primer empleado, el haberme tosido de manera intencional y toda la burla y amenazas que recibí de los policías, guardias y administradores.

Volví a decirle que tengo lupus y soy sobreviviente de un cáncer de tipo linfático, que casi me despacha al otro mundo hace varios años, por lo que cada instante que me impedían volver a mi casa, me arriesgaban a contagiarme de una enfermedad que, estoy segura, me mataría. 

Ese administrador fue la única persona coherente y empática, me pidió disculpas a nombre de todos y ordenó que levantaran la pluma para que pudiera salir.

Le agradecí con el corazón y me dijo que me esperaba, que volviera pronto a la plaza, lo que, por supuesto, nunca va a ocurrir. También prometió aplicar sanciones a los empleados, lo que estoy segura no van a ocurrir.

Mientras manejaba los cinco minutos de trayecto a mi casa, pensaba en que seguro me contagié, así que en cuanto llegué mi ropa fue directo a la lavadora, me bañé, desinfecté todo (incluyendo la despensa) y me volví a bañar.

A raíz de este incidente decidí aislarme durante 14 días para no contagiar a nadie (si es que tengo coronavirus), sobre todo a la adolescente de mis ojos… Ya han pasado nueve días, pero me siento más ansiosa que nunca porque años y años de hospitales me han predispuesto a la tragedia.

Ya se los dije a mi familia y amigos, pero desahogarme me hace sentir mejor, así que quiero pedirles un favor: si me contagiaron y muero, les encargo –así, de cuates– que no dejen que gente como esa se salga con la suya.

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