Cambiando las palabras para cambiar la realidad

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Como bien saben quienes diseñan políticas públicas, el primer paso para resolver un problema social es definirlo claramente. Si no explicamos con claridad cuál es el origen y los límites de lo que tratamos de resolver, nos empezamos a enredar y acabamos haciendo propuestas que lejos de solucionar lo que parecía problemático, terminan incluso por empeorarlo.

Si observamos las discusiones sobre la realidad nacional y tratamos de entender los debates que ocurren tanto en el ámbito político como en los medios de comunicación, pronto nos damos cuenta de que algo falta: hay palabras que no se dicen o que son sustituídas por otras que parecen más suaves.

George Orwell, escritor inglés de principios del siglo pasado, lo identificó claramente. Escribió que el lenguaje político “está diseñado para lograr que las mentiras parezcan verdades y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de solidez al mero viento”. 

Es algo que hemos oído últimamente en boca de diversos políticos mexicanos: por ejemplo, en voz del subsecretario de Seguridad Pública, Ricardo Mejía, quien dijo que el asesinato de al menos 11 personas en San José de Gracia, Michoacán, no había sido un fusilamiento, como se puede ver claramente en los videos, sino el resultado de una refriega entre dos líderes del crimen organizado.

También escuchamos cómo el presidente de la Liga MX, Mikel Arriola, dijo que las porras violentas que participaron en el enfrentamiento a golpes que dejó al menos 26 lesionados en el estadio Corregidora de Querétaro, no deben llamarse “barras”, sino que se trata de “grupos de animación”.

La intención tras este uso tramposo del lenguaje es doble: por un lado, se usa para no enfrentar el horror, para tratar de escapar de una realidad violenta que nos rebasa. Por otro lado, se usa también para tratar de modificar las percepciones de las audiencias y con ello, intentar modificar la realidad social.

Por eso, el gobierno nunca habla de atrocidades como masacres, tortura, descuartizamientos o fosas clandestinas, para referirse a los eventos de violencia extrema que ocurren todos los años en nuestro país, a pesar de que organizaciones como Causa en Común registraron 5,333 eventos de este tipo en 2021. 

El poder también usa el lenguaje para criminalizar a ciertos grupos cuando le conviene. Cuando quiere dañar la reputación de un sector, usa las palabras con todas sus letras o los estigmatiza con expresiones negativas. 

Esto último lo hemos escuchado reiteradamente cuando el presidente López Obrador se refiere a periodistas como conservadores, fifís o chayoteros para intentar restarles credibilidad.

También cuando a las feministas se les acusa de violentas o reaccionarias, tratando de minimizar sus exigencias de igualdad y sus reclamos por tener los mismos derechos que los hombres.

Este uso político del lenguaje no es, obviamente, algo particular de este gobierno o que solo hagan los políticos mexicanos. 

Felipe Calderón usó el término “guerra contra el narco” para referirse a la estrategia de seguridad pública que atacó frontalmente a la delincuencia organizada en su sexenio. En realidad no se trató de una guerra porque no había un enemigo claro, ni una declaración de guerra, ni dos partes confrontadas. 

El gobierno de Calderón utilizó esa palabra como una continuación de la “guerra contra las drogas”, la campaña del gobierno de Estados Unidos que inició Nixon en 1971 y que sigue intentando controlar y reducir la entrada y el consumo de drogas en aquel país.

Al final, aunque el expresidente se arrepintió del término e intentó modificarlo por el de estrategia, el concepto de guerra contra el narco quedó en el imaginario público durante años.

Un ejemplo internacional reciente es lo que ha hecho Vladimir Putin, presidente de Rusia, quien en lugar de llamar guerra o invasión a lo que su país hace en Ucrania le llama “operación militar” e incluso misión de pacificación y desnazificación.

Al final todos estos intentos de manipular la realidad para intentar ganar el debate público terminan por dañar la democracia porque distorsionan la realidad para que se parezca a lo que el gobierno quiere que veamos y pensemos.

Es por ello que esta semana en Cuestione estaremos explorando y escribiendo sobre las distintas formas que usan los poderosos para intentar vendernos una verdad que muchas veces choca con lo que vemos en nuestra vida cotidiana.

Porque además, es nuestra responsabilidad como periodistas y como ciudadanía recuperar el lenguaje para enfrentar el horror, para nombrar lo que no quieren que nombremos, para recordar a quienes no quieren que recordemos y para intentar describir la realidad más allá del discurso del poder que intentará siempre ganarnos el debate y pintarnos un mundo a su conveniencia.

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