Nostalgia presidencialista

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Entre las muchas brechas generacionales que nos dividen hoy en día, hay una que suele ser ignorada, pero no por eso deja de ser importante: la brecha entre quienes vivieron el presidencialismo absoluto del añejo priismo y la transición democrática, y quienes nacieron y crecieron en un país en que el cambio de partido en la Presidencia es algo normal.

En estos tiempos de nostalgia política, vale la pena hacer un recordatorio de cómo era México hace unas cuántas décadas, y hacer conciencia sobre los desafíos que se vienen para nuestra sociedad.

En los años 80 del siglo pasado, hace unos cuarenta años, el PRI dominaba todo el espectro  político. Eso hay que entenderlo bien: no solo llevaba en la Presidencia desde 1929, sino que tenía mayoría absoluta en todo el Congreso, tanto el federal como en los locales. Gobernaba todos los estados de la República.

Tenía bajo su control a la mayoría de los sindicatos – de maestros, trabajadores, transportistas, productores – y los pocos que se rebelaban eran intimidados o sus liderazgos comprados. La oposición era mínima: el Partido Acción Nacional lograba uno que otro espacio en el Congreso, y los partidos de izquierda eran pequeños, con mínima capacidad de negociación.

El presidente no solo era el jefe absoluto, poniendo y quitando gobernadores a su conveniencia, sino que su palabra era la ley. Diputados y senadores obedecían sin cuestionar, “sin cambiar una coma” a las propuestas de ley. 

Además de eso, el gobierno era el máximo empresario: dueño no solo de Pemex, sino de Teléfonos de México, de Mexicana de Aviación, de las compañías de Luz y Fuerza y de todos los servicios que, además, operaban sin competencia. Y como sabemos, sin competencia no hay motivación para mejorar los servicios, innovar o ser más económicos. 

Así, los servicios eran malos, ineficientes y caros. Por supuesto, los órganos autónomos eran inimaginables o falsos. Con la excepción del INEGI, no había autonomía: el gobierno organizaba y controlaba las elecciones; se “auto vigilaba” en temas de corrupción, desvíos o tráfico de influencias. También controlaba al Poder Judicial. 

Era un modelo nacionalista y autoritario, con una frágil máscara de democracia. Se le llamó “la dictadura perfecta”. Sobra decir que ese sistema no acabó con la pobreza ni hizo de México un país más justo, seguro o igualitario.

A finales de los años 80, la sociedad se movilizó. El PRI tuvo su primera gran fractura con la Corriente Democrática de Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo e Ifigenia Martínez. La izquierda por fin encontró un líder unificador. El fraude electoral de 1988 demostró la necesidad de independizar el proceso de elecciones del gobierno, y tras grandes presiones sociales en 1990 nació el Instituto Federal Electoral, hoy INE. También empezó un proceso de modernización en que se privatizaron empresas, se abrió el sistema político y se crearon otras instituciones autónomas, como la Comisión Nacional de Derechos Humanos. México entraba a la modernidad.

No pasarían muchos años para que, en 1997, el PRI perdiera por primera vez el control total de la Cámara de Diputados. Tres años después, lo inimaginable para toda una generación: perdió la Presidencia. La entrada de Vicente Fox fue el inicio de una nueva era.

Lo fue, principalmente, porque a partir de ese momento el presidente no tenía mayoría, y se vio obligado a negociar, a llegar a acuerdos, a dialogar.

¿Resolvió eso los problemas de nuestro país? Por supuesto que no. Aún persistió la injusticia, las corruptelas, la desigualdad. Pero en el proceso también hubo grandes avances: creció la competitividad de las industrias, así como su regulación. El gobierno perdió la capacidad de imponerse a toda costa, limitado por la Suprema Corte o por entes reguladores autónomos. El Instituto Nacional de Transparencia fue clave para revelar corruptelas que terminaron con altos funcionarios en la cárcel o huyendo del país. 

Por eso es que las nuevas generaciones, que no vivieron ni vieron esos cambios, deben tomar con mucha cautela la guerra de Andrés Manuel López Obrador contra la independencia de los poderes del Estado y de los organismos autónomos. 

Porque su existencia no es capricho, sino una larga lucha social por un país más justo y una ciudadanía más empoderada. 

La insistencia desde el Ejecutivo de tener mayoría calificada para nunca negociar con nadie; de acabar con los organismos que lo limitan para poder hacer y deshacer a destajo, de acabar con quien lo fiscaliza para no rendir cuentas es un regreso a un pasado que México no puede desear.

Tampoco podemos aspirar a un Estado enorme que sea el gran empresario – ahora de la mano de las Fuerzas Armadas – compitiendo deslealmente contra empresas privadas. El gobierno está para crear las condiciones en que las empresas prosperen y generen crecimiento, no para cooptar el mercado bajo la cómoda posición de que si quiebran, la sociedad las sostiene con sus impuestos.

El camino que México emprendió hacia la democratización y la libertad ha sido largo, tortuoso y complejo. Pero con todos sus problemas, hemos progresado mucho. Tras más de 40 años de lucha social y avances, corremos el riesgo de dar una vuelta en U hacia el presidencialismo autoritario.

No permitamos que eso se pierda en el mar de demagogia en el que nos hemos sumergido.

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