El poder del nacionalismo

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Si hay un término que ha sido explotado y abusado políticamente, es este: el nacionalismo. Todas las personas en este país, y en muchos otros, hemos aprendido desde la primera infancia que debemos amar a nuestra patria, que le debemos lealtad y entrega. Que nuestra más importante responsabilidad es cuidar a la nación.

Y tiene sentido: identificarnos con nuestras raíces, nuestra gente y nuestra tierra genera un sentido de pertenencia y de comunidad. Puede decirse que es un sentimiento noble: soy parte de algo más grande que yo.

Pero como todas las buenas intenciones, se puede convertir en una peligrosa herramienta política. Porque cualquier cosa que nos entusiasma también puede ser algo que nos radicaliza. 

Así es como políticos de todas las tendencias y todas las épocas han aprovechado nuestro patriotismo para lograr sus fines políticos. Y al final, lo que han logrado es dividirnos.

Aquí es importante hacer una diferencia entre lo que entendemos por patriotismo y nacionalismo. El primero tiene la parte positiva de pertenecer a una identidad nacional. Evoca sentimientos de unidad, no de división. 

El nacionalismo tiene un problema. Durante toda la historia ha sido usado como una bandera para promover la radicalización de la gente, la xenofobia y el aislamiento del mundo. Un falso sentido de superioridad.

Y en la era del populismo, es un mecanismo que es igual de útil para la extrema derecha como para la izquierda. No tiene color político: es un discurso que sirve para aglutinar a las masas y exacerbar los ánimos. 

Al final, lo que termina creando son sociedades en las que desconfiamos de todo lo que sea “externo”, “diferente” o “ajeno”. Es un discurso muy seductor, porque nos hace sentir especiales, únicos, fomentando la idea de que debemos protegernos de aquellos extraños enemigos que pisan nuestra patria.

Pero es una mentira. Lo es porque somos parte de un mundo globalizado, en el que las personas buscan una mejor vida en otros países. Lo es porque todas las naciones necesitan intercambiar conocimientos, tecnologías e inversiones para prosperar.

Es una mentira porque ninguna nación avanza por sí sola, sino en la convivencia y colaboración. En el comercio y la integración.

Sin embargo, los discursos nacionalistas son muy efectivos, porque tocan una fibra básica de nuestra personalidad. Lo son por ejemplo con Donald Trump en Estados Unidos y su lógica de “hacer a América grande de nuevo” pero también con Hugo Chávez en sus advertencias sobre el “imperialismo yanqui”.

Le fue útil igual a Fidel Castro con la permanente amenaza de una invasión estadounidense como le fue a Ronald Reagan para justificar la intervención militar en países de América Latina.

Le fue muy funcional a Boris Johnson, aún primer ministro del Reino Unido, para sacar a su país de la Unión Europea y emocionar a las bases conservadoras sobre la importancia de que el país más colonialista de la historia fuera independiente.

Hoy su patria y su gente está enfrentando las dificultades de haberse aislado, con un comercio entorpecido, una sociedad hasta cierto punto arrepentida por haber votado por aislarse cuando lo que hace fuerte a Europa es estar unida.

Le ha sido útil también al gobierno de Andrés Manuel López Obrador, que sin dudarlo acusó de “traición a la patria” a legisladores que no votaron a favor de su reforma energética. 

El discurso nacionalista unió a sus seguidores, pero tiene su precio: para esta administración, estar en desacuerdo es ser una persona vendida a los intereses extranjeros. 

Ante la fuerza de la acusación de traición hay poca defensa. El juicio se emite antes de que siquiera empiece la conversación.

Hay pocas razones que han sido usadas tan apasionadamente como el nacionalismo para fomentar el conflicto y obligar a las sociedades a cerrar filas en torno a sus líderes.

Es por esto y muchos matices más que debemos abordar como sociedad el impacto del discurso nacionalista, la diferencia entre ser leal a tu patria y segregar a lo externo, así como la urgencia de integrarnos como un mundo conectado, en el que toda nación tiene algo que ofrecer -y solicitar- de otra. 

Somos un solo mundo. El amor a nuestra bandera no puede cegarnos a la realidad de que todas las sociedades nos enriquecemos si colaboramos en los términos más justos posibles. Hablemos de esto.

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