Migración en primera persona: familias que huyen

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La tragedia humana en tres actos

Carolina, de 42 años, y sus dos hijas están frente a un pizarrón en un salón de clases improvisado en la Ciudad de México. La mujer enseña de manera voluntaria, en un albergue a niñas y niños. Están recién llegados de Centroamérica y salieron de sus países huyendo de la violencia, persecución y pobreza.

Ahora están en Cafemin, un espacio que recibe a mujeres, sus familias y adolescentes no acompañados que vienen sin documentos a México desde el Triángulo Norte: Guatemala, Honduras y El Salvador. Estos países enfrentan una crisis por cambios de gobierno, falta de oportunidades laborales y violencia por pandillas. Estas son sus historias…

Primer acto: La huida desde El Salvador

Carolina decidió salir de su país en noviembre pasado. No había otra opción. Las pandillas le dieron dos días para que pagara, con su sueldo de un trabajo estable, la extorsión de ese mes o escapar. Ella no tenía el dinero.

En ese mes, otras mil 700 personas llegaron de centroamérica en grandes caravanas, como nunca antes se habían visto, a la frontera sur de México. Brincaron la garita y caminaron durante días por varios estados sureños. Algunas fueron detenidas por policías migratorios. Algunas siguieron hasta Estados Unidos o Tijuana, donde esperan refugio, y otras más, como Carolina, se quedaron en el país para formar una nueva vida.

Lastimosamente soy maestra. Tengo una licenciatura en Educación Básica, con especialidad en sociales”, dijo Carolina en entrevista para Cuestione. ¿Quién se lamenta de tener una profesión? Una jefa de familia que habita en El Salvador, uno de los países más peligrosos del mundo, donde tener carrera y ser profesora de jóvenes es motivo de extorsión, persecución y asesinato por parte de pandillas.

En solo unos días, la maestra y sus hijas reunieron en una mochila lo básico. Ropa, documentos, medicina, comida, algunos juguetes. El resto lo dejaron atrás. Salieron de su país a las nueve de la mañana; llegaron a Guatemala a las cuatro de la tarde; viajaron varias horas hacia Tapachula, ya en México; cruzaron un río y siguieron su camino hasta la CDMX. Gastaron casi 300 dólares, sus ahorros. Durmieron en centrales camioneras y atravesaron tres países en 15 días.

Ahora están en el albergue, donde reciben apoyo psicológico, médico y jurídico, entre otros. Les enseñan oficios, les garantizan una estancia segura en la que pueden permanecer hasta tres meses y les ayudan a conseguir un empleo. En retribución, Carolina da clases a las y los niños migrantes que recién llegan a México.

Carolina observa que sus hijas cambiaron mucho su conducta desde que llegaron porque “vienen con ese dolor de haber dejado a sus familiares y sus juguetes. (Entre ellas) cuentan cómo vivían en su casa a diferencia de cómo se vive en el albergue”. Por ejemplo, Lupita -de 10 de años- expresó a Cuestione que extraña a su abuela pero que está mejor aquí, donde no hay maras, que para ella son “delincuentes que matan a los niños”.

Carolina espera obtener su residencia en México, luego de que hace dos meses inició los trámites. Planea establecerse en la ciudad, encontrar un empleo y empezar, junto con sus dos hijas, una nueva vida como docente.

Segundo acto: El camino desde Honduras

Melissa, una migrante hondureña, también decidió salir de su país de manera urgente. Tenía una pequeña tienda en la que los pandilleros se comían los productos sin que nadie pudiera decirles nada. La dejaron con casi nada.

Antes de decidir venir a México buscó otras opciones: quiso emplearse en una maquila. Cada día se paraba a las cuatro de la mañana a pedir empleo, junto con un grupo de mujeres y hombres. Ni ella ni sus compañeras consiguieron algo. En su país, 66% de la población enfrenta pobreza y viven con menos de 1.90 dólares al día, según el Banco Mundial.

Melissa vino a México con tres niños, uno de ellos en brazos. “Principalmente por ellos sales de ahí, porque cuando hay para la ropa no hay para la comida, y a la inversa”, contó la joven en entrevista.

El 3 de enero de 2019, Melissa se cansó de eso. Echó a sus tres hijos (el más grande de cinco años) en una carreola y caminó durante una noche entera. Al siguiente día, no podía ni levantarse, pero siguió varios días hasta llegar a México.

Con Melissa salió su hermano y su cuñada, embarazada de 8 meses, pero ellos no aguantaron y regresaron a Honduras desde Chiapas. Cuando pisaron suelo hondureño, nació su bebé. “¿Qué hubiéramos hecho si nacía en el camino?”, se preguntó la joven.

Melissa atravesó de un país a otro en balsa. Llegó en una caravana que después se desintegró. Se sintió perdida en un país que no era el suyo. Buscó un albergue cuando sus hijos le dijeron que estaban cansados. Después, decidió seguir y aguantar.

Lo más difícil fue el trayecto. Melissa dice que le duele no tener el suficiente dinero para darle a los niños lo que piden. Pasar hambre y sed en un país desconocido, caminar por horas, dormir en la calle, la vergüenza de pedir comida y de aguantar las humillaciones de algunas personas que le recuerdan todo el tiempo que está “en un país ajeno”.

Si Melissa está en un albergue y no en una estación migratoria, es porque supo esconderse: se hizo la dormida en los camiones y viajó, con los niños y otras mujeres, de noche.

Esto es peligroso, dice, porque si das un mal paso, se acabó el trayecto. Así le pasó a varias de sus compañeras, quienes tuvieron que regresar a su país por lesiones graves tras caer accidentalmente. Los niños también lo padecen: entre tanta oscuridad, se imaginaban fantasmas. Extrañan a la abuela.

Melissa espera llegar a EU, donde planea una mejor vida para ella, sus tres hijos y la familia que dejó en Honduras. “Así como yo, lo hacen varias migrantes. Dicen que la vida allá tampoco es fácil, pero con lo que vale el dólar en Honduras puedes sacar a tu familia… y hay que sacarla porque ahí donde están peligran”.

Melissa, migrante hondureña. Foto: Alfredo Suárez

Tercer acto: El retorno hacia Guatemala

Javier es guatemalteco. Su apariencia es engañosa. Por su tamaño y la forma de su cuerpo parece que tiene 12 años, aunque cuando se para frente a ti demuestra una actitud de un adulto, como de 25. La realidad es que tiene 16 años y es uno de los 11 menores de edad no acompañados que permanecen en el albergue.

Javier vino a México luego de que lo amenazaron de muerte en un pueblo de su país. Tomó un camión; luego otro; luego otro… Hasta llegar a la CDMX. Cuando salió de su país no hablaba español, sólo conocía la lengua de su comunidad, pero tras dos meses de trayecto ya es bilingüe.

A él lo detuvieron agentes migratorios cerca de la Ciudad de México y lo llevaron al albergue Cafemin, donde aprovecha el tiempo enseñando palabras en su lengua materna a otros niños y niñas.

Javier sabe que será deportado el jueves 20 de junio. Aunque el gobierno tiene la obligación de darles prioridad en las solicitudes de asilo o refugio, México devolvió en marzo pasado a 71 migrantes menores de 18 años no acompañados.

El joven dice que está feliz porque verá a su mamá y a su papá, de nueva cuenta. Aunque planea volver a “subir” hasta EU, porque su sueño es estudiar en ese país.

Tres historias, tres actos para dibujar una tragedia humana.

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