40 centímetros de lujuria

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“Uno nunca puede estar seguro de cuán liberal es verdaderamente hasta que se encuentra al lado de parejas profesionales de la libertad y del exceso”, leí en el libro Sexografías de mi nueva escritora favorita, Gabriela Wiener, y no pude evitar sonreír ante el recuerdo de Gustavo, un hombresote de casi dos metros, casi cien kilos y una verga de dimensiones respetables.

Meses y meses de seducirme por mensajes directos de X cuando aún se llamaba Twitter; más meses de convertir el WhatsApp en línea caliente platicándonos vulgaridades, enviándonos fotos, él a mí de sus erecciones con el bonus de audios acuosos de masturbaciones, gemidos y orgasmos incluidos; yo a él de mis escotes con fragmentos sugeridos de areolas y pezones despiertos; al fin pudimos concretar el primer encuentro. No fue fácil, él vive en Washington y viaja todo el tiempo, yo vivo en la Ciudad de México y también viajo todo el tiempo: encontrar la oportunidad de coincidir fue más difícil que conseguir que un fundamentalista respete el credo ajeno.

Pasó por mí en un Mercedes Benz negro de señor elegante, con asientos de piel climatizados y olor a nuevo. Me llevó a cenar a un restaurante de mariscos por aquello de los afrodisiacos ostiones, nos bebimos una botella de Albariño y al fin llegamos al hotel de paso. 

No narro ni la conversación de los traslados ni la del restaurante ni la del pretendido quiebre de hielo, no vienen al caso, y me brinco a la cama de la habitación.

Él y yo, sentados uno junto al otro. Me agarró la nuca para besarme, muy dueño de la circunstancia. Le devolví el beso agarrándole la nuca (tengo debilidad por las nucas de los hombres, algo así como la protagonista de Fetichistas S. A. de Cristina Peri Rossi por los cuellos). 

Giré para quedar encima de él. Seguí besándolo mientras le desabotonaba la camisa, el pantalón, la bragueta. Yo traía vestido sin ropa interior. Estiró la mano. Sintió mi vulva mojada. Mirada de seductor experto después, se quitó la ropa. Su glande como una invitación a tomar asiento. Abrí los muslos, me lo metí lento, haciendo equilibrio con las piernas a cada lado de sus nalgas. 

Flexioné las rodillas. Estiré las rodillas; lo indispensable para no expulsarlo de mi coño. Flexioné las rodillas de nuevo. De nuevo volví a estirarlas. Su pene se escurrió fuera de mí, se relajó hacia su entrepierna izquierda. Él lo agarró con desesperación, comenzó a jalarlo cual mano agitando una botella de yogurt congelado. 

Le di un beso en la frente. Lo abracé. Le dije que no se preocupara. Él me sonrió, la mirada de seductor vapuleado por la inesperada disfunción eréctil. Me fascinas, me fascinas, decía, como para que no creyera que su falo en reposo era mi culpa, lo que yo ya sabía. Te juro que es la primera vez que me pasa, juró. Le creí, aunque no era la primera vez que me pasaba a mí. Omití esa información.

Me levanté. Fui al baño. Al regresar Gustavo estaba sentado a la orilla de la cama, aún desnudo. Déjame explicarte, necesito que sepas que yo no soy así de cohibido, que a mí esto no me pasa. Me senté junto a él. Le puse la mano en la pierna con gesto de no te aflijas.

Sí se afligió. Continuó explicándose: ¿sabes que siempre me creí muy seductor, muy conquistador, muy lujurioso, muy libre, y resulta que tú me enseñaste lo que es ser seductora, conquistadora, lujuriosa y libre de verdad? ¿Cómo puede una mujer de 1.60 metros apabullar de esta manera a un hombre de mi tamaño?

Lo abracé de nuevo. Se vistió. Me llevó a mi casa. Al llegar hacia mi puerta terminé la cuenta de los hombres muy seguros de sí mismos que han terminado con la virilidad dormida como consecuencia de mi desparpajo para coger.

Y todavía dicen que las mujeres no pensamos en sexo todo el tiempo.

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