Qué difícil lo de ser mamá

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Puedes escuchar este texto narrado por L’amargeitor dándole click aquí:

Mis hijos son  lo máximo del mundo mundial. Lo digo en serio. No tengo prácticamente ninguna razón, ni motivos específicos, para quejarme. Al contrario. Son responsables. Empáticos. Resilientes. Sensatos. Tranquilos. Abusados. Bien educados. Considerados. Cagados. No me dan mayores motivos de preocupación, ni tengo que estar arreándolos para casi nada y estoy absolutamente orgullosa, agradecida y rayada, de ser mamá de estas dos personas fuera de serie que son el de 16 y la de 19. En serio— No los cambio por nada.

Y sin embargo….

Qué pinche difícil es lo de ser mamá. Y qué pinches ganas dan de salir corriendo a veces.

Hoy es uno de esos días. Un domingo que pintaba como uno feliz, ¡por fin sin cosas que hacer! solo para estar con ellos, disfrutar y ponernos al día (cosa que últimamente, con mi tren de chamba y sus propias actividades, no pasa tanto como yo quisiera), o ese, por lo menos, era mi plan…

No voy a entrar en la descripción de qué pasó, o dejó de pasar, porque antes que cualquier otra cosa, respeto su privacidad, así que me voy a enfocar en eso, insisto, de que qué pinches difícil es lo de ser mamá. 

En cualquier momento de la historia y circunstancia, ninguna mamá se salva de darse de topes de vez en cuando y querer salir corriendo y nunca más volver (la que diga que no, o está mintiendo, o tiene un desorden de disociación, o no ha llegado a la adolescencia de sus hijos) pero ser mamá soltera, está infinitamente más cabrón. 

Yo soy nueva en esto de vivir sola con mis hijos, y si bien estoy en constante comunicación con el papá, la mayoría de las veces estamos en el mismo canal y cuento con prácticamente todo su apoyo en eso de la educación de nuestros hijos; la realidad es que en mi casa, somos ellos y yo contra el mundo o, mejor dicho: ellos contra mí ( y a veces también, contra el mundo). Antes que nada: todo, todísimo mi respeto y admiración para las mamás que llevan haciendo esto solas durante años, con bebés, niños pequeños, broncas de lana y encima teniendo que lidiar con los papás que son todo menos una figura paterna o un socio de crianza y muchas veces, no hacen más que empeorar las cosas. 

Créanme que entiendo mi muy privilegiado lugar. Lo chingones que son mis hijos. La paz de tener cómo ganarme la vida. La red de apoyo. El papá alineado. Y todas las demás cosas que tengo a mi favor.

Pero ¡carajo!, qué pinche difícil es lo de ser mamá.

Ir contra la corriente (la corriente siendo los hijos per se y la pendejez infinita social en la que vivimos). No quitar el dedo del renglón. Ser la bruja del cuento. Regularte en lugar de perder la compostura. Ser la figura de contención. Respirar trescientas veces. Volver a respirar. Partirte en 8. Priorizar. Asegurarte de que haya lo que todos quieren en el refri (y asegurarte también de que se lo coman y no se eche a perder). Pagar las cuentas. Hacer las cuentas. Medir las respuestas. Interpretar sonidos guturales. Calibrar los ambientes. Dar amor incondicional a cambio de ojos volteados. No quitar el dedo del renglón en las reglas de la casa. Insistir en eso de recoge tus cosas, apaga el celular, ya es hora de comer, avísame cuando llegues, cuéntame cómo te fue, explícame cómo es el plan, recuérdame como se llama ese amigo. Sonar entusiasta cuando tienes cero entusiasmo. Sentarte a la mesa y hacer conversación cuando lo que quieres es descerebrarte en tu cama un promedio de 3 días. Compartir tus cosas emocionantes a cambio de “ah´s” ,“mmms” y monosílabos similares. Ser el buzón oficial de quejas, el cajero automático, el centro de permisos, y todos etcéteras… cualquier cosa es más importante que lo que te pase a ti, todo, todo el tiempo, se trata de ellos. 

Los hijos no saben que las mamás somos personas, en la misma medida que a nosotros se nos olvida que ellos también lo son. Y eso se vuelve muy pinche complicado.

Porque es otra cosa cuando eres dos padres de familia. Funcionales. Haciendo equipo. Viviendo en la misma casa. Hay turnos. Compañía. Equipo. Para lo bueno y lo malo tienes con quién compartir la chinga. Pero para las mamás (y algunos  papás) que estamos el 90% del tiempo a cargo de los hijos (viviendo o no con la contraparte), se pone, insisto, complicado.

Qué pinche difícil es lo de ser mamá. 

Hoy, mi capacidad de mantener la “calma”, “encontrar caminos” “y hacer como que no me doy cuenta” se me gastó y en dos momentos en los que normalmente hubiera aceptado que era la descripción del puesto, tragado camote y no permitir que me ganara el momento, decidí permitir que me ganara el momento y decir: estoy.hasta.la.pinche.madre…. de ser madre.

¡Sáquenme de aquí y llévenme a una pinche isla desierta paaar favaaar!

A veces, hay que darse permiso de mandar a los hijos a chingar a su madre; suena redundante, e incluso obvio porque de acuerdo a la descripción del puesto, los hijos nos chingan, mucho, constantemente,  pero en la descripción del puesto también, está que las madres tratemos de mantener la madurez y la cordura y pues ¿saben qué? No siempre se puede…

Así que hoy me di permiso de que mis hijos me vieran y supieran, que ¡estoy hasta  la mismísima madre! Me parece que, a sus años, ya están en edad de saber que hay límites y que el ecosistema familiar también depende de lo que ellos aportan y no aportan. Que no solo se trata de lo que ellos quieren y que yo puedo entender eso de la adolescencia y las hormonas y las ganas, o no, que tengan, o sus 21 prioridades antes que una pinche hora juntos y de buenas, pero ellos también, tienen que entender las mías. 

Los hijos también tienen que aprender que no todo es pedir y recibir. También hay que dar. También hay que ir. También hay que cooperar. Y ya si vas a tener que ir, tratar de hacerlo sin voltear los ojos y elegir pasarla bien. Los hijos tienen que aprender que las mamás somos personas. Y para eso, a veces, hay que darse permiso de dejar de pensar en los demás y pensar, tantito, en ti.

Menté madres. Quité permisos. Me di de baja dos horas de la vida y me quedé sentada en un jardín viendo al infinito absolutamente furiosa, con ellos, conmigo, con la situación, la vida, las circunstancias y todo lo que se atravesara por mi cabeza. Chillé. Volví a mentar madres. Y después, (lo que nunca) me fui a comprar unos Cheetos, abrí una cerveza y abrí también, mi computadora; en alguna parte de mi rant, me acordé que puedo hacer algo con él para entenderlo mejor cuando no entiendo nada: escribir. Así que, aquí estoy, tragándome unos Cheetos por primera vez en 20 años (o sea, era eso o volver a fumar y pues… no es pa´ tanto), voy en la segunda cerveza y he llegado a esta conclusión:

Las mamás también necesitamos tener malos días.  Muy malos. Malos al nivel que los hijos se asusten un poco y digan ¡holly fuck, ora sí está grave la cosa! Nuestros hijos necesitan ver que tenemos un límite. Que somos humanos. Falibles. Y que se tienen que poner la pinche pila y bajarle unas rayitas a sus actitudes.

Dice Julia Borbolla que no hay que subirse al ring con los adolescentes y, como siempre, tiene razón y por lo general lo aplico, pero oigan no mamen, no siempre se puede, no somos de palo.

Mis hijos ya están en edad de entender (y ya se pueden quedar solos dos horas) que su input nos afecta a todos en el mejor y peor de los modos y que el flow de la familia y el medio ambiente, efectivamente, depende sobre todo de mí (porque sí, sí sigo siendo el adulto responsable a cargo de ellos y no, no voy a dejar el puesto) pero que ellos también tienen que fijarse en qué aportan a la ecuación. Que sí, también a veces, tienen que decir que sí a cosas que quieren decir que no, para que yo también diga que sí, a cosas que les quiero decir que no.

Los hijos tienen que aprender que las relaciones son recíprocas. Que no somos sus esclavos. Ni un robot permanentemente disponible para choferearlos, o darles dinero. Y que por mucho que nuestro amor sea incondicional y la relación siempre será un poco (y naturalmente) dispareja… en algún momento, tienen que empezar a dar de regreso, de manera intencional. A pensar antes de actuar. A madurar.

Lo que me imaginé como un domingo feliz, se convirtió en un domingo de caras largas con tres personas frustradas por distintas razones compartiendo la misma casa. 

Probablemente ellos se acuerden como uno en donde su mamá se volvió “loca”, pero muy probablemente también, esto pase a la historia de sus recuerdos como el día que se dieron cuenta de que en las familias, las cosas a veces salen mal y eso solo hace que todos lo aprendamos a hacer mejor. En familia. Y un día a la vez.

PD. Qué cosa tan deliciosa y tan asquerosa, son los Cheetos.

Otro título de la columnista: Cambiar el discurso

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