El espectáculo Raniere… desde la sala del juez

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Sentado en la tercera fila a unos cinco metros de él, noto divertido como Keith Raniere no siempre puede disimular su preocupación.

Lejano ya aquel rechoncho y sobrado personaje de las fotos que han circulado desde que se volvió figura pública, ahora parece más un empleado gubernamental de 58 años que se está llenando de canas y cuyo sueldo sólo le permite algunos cambios de suéter: el gris por el azul metálico o el magenta por el negro. Sin alcanzar el 1.70 de estatura, ahora que escribe compulsivamente en post it que cuela a sus abogados, uno se pregunta cómo fue posible que ese hombrecillo llegara a alcanzar tanto poder.

Debo aceptar que viniendo de un país donde la justicia, en muchos de los casos, suele aplicarse de manera selectiva –cuando no clasista–, como México,  surge un morboso placer al ver cómo en Estados Unidos a diario son juzgados y sometidos al arrepentimiento miles de criminales de todos los calibres. Lo cuál tampoco los convierte en ese país tan justo que suelen presumir.

Esa sensación de goce que me embargó al cubrir el juicio “USA Vs. Joaquín Archibaldo Guzmán Loera” (El Chapo) en el invierno pasado, se repite ahora durante el proceso que se le sigue al neoyorquino Raniere, acusado de comandar una organización criminal que esclavizaba sexualmente y marcaba a las mujeres con un cautín.

No puedo negar el deleite que me generan juicios como el de Anna Sorokin, la rusa que logró engañar a la sociedad neoyorquina haciéndose pasar como la rica heredera alemana Anna Delvey, para así estafar a personas físicas y morales. O el de Michael Avenatti, a quien el mote de aboganster le viene corto pues ha sido acusado de extorsionar a la empresa Nike, de estafar a la stripper Stormy Daniels, sumado a otros casos que se le siguen en California por fraude en modalidades diversas.

Pero el de Raniere es un asunto muy especial.

Primero porque se hallan involucrados muchos personajes de la esferas políticas y empresariales de nuestro país. Y además porque, si bien ya conocíamos el esqueleto base de la acusación, el mismo se ha enriquecido con los relatos compartidos por los testigos. Eso nos ha permitido ir armando un novelón sobre este personaje que se ha ganado el odio legítimo de la sala, pero sobre todo de quienes lo sentenciarán. Una mujer miembro de ese jurado incluso lloró con el testimonio de “Nicole” quien, como otras siete testigos, ha derramado lágrimas que no servirán mucho para reforzar los cargos, pero sí cuentan al momento de incidir en el estado de ánimo de los ciudadanos invitados a calificar el caso.  

Del tamaño de una cancha de basquetbol, la sala del juez Nicholas Garaufis, donde se está celebrando el proceso, tiene casa llena todos los días. A diario se presenta un equipo de HBO que graba el documental sobre la secta, pero también aparece gente que estuvo ligada a NXIVM, sean víctimas o familiares de los testigos, además de algunos pasantes de leyes y, por supuesto, los reporteros y las dibujantes de la corte que suplen a las cámaras japonesas vetadas de las cortes federales. En el centro de la sala se halla la base del enfrentamiento: en un extremo la mesa con la defensa y el acusado y en el otro las sillas con los 18 miembros del jurado. En medio de ellos, el espacio que ocupan los fiscales.  

El Loco Raniere, uno de sus tantos apelativos, es un tipo que elaboró un personaje —el de un brillante e introvertido científico—, cuya fórmula secreta, destinada a salvar a la humanidad, era anhelada sobre todo por gente con cierto poder o posición que buscaban sanar traumas o mejorar su existencia.

Ahora el falso gurú se halla en un túnel donde no se le permite mostrar destellos de esa inteligencia superior que siempre presumió y que lo llevó a fundar una empresa en la que, básicamente, se trataba de engañar a todos para obtener un beneficio personal. Raniere quiso manipular a quien se dejara y a quien no también, y lo estaba logrando hasta que, paradójicamente, a él lo controlaron un depredador sexual y un pequeño dictador que habitaban su interior.

NXIVM, la empresa que inició junto a Nancy Salzman, era manejada con estilo gangsteril y se la pasaba repartiendo demandas contra sus rivales, buscando la protección de quien le garantizara impunidad en sus violaciones a la ley que iniciaban con el lavado de dinero, y culminaban con el tatuaje obligado a sus esclavas sexuales que hasta el día que lo detuvieron se contabilizaban por docenas.

Y fue esa locura sexual, lo que terminó por sepultar las aspiraciones de esa empresa que vendía inexistentes fórmulas secretas y que se mantuvo erguida gracias a la fuerza del billete y el perfil mesiánico de su creador que logró engañar a gente tan poderosa como Clare Bronfman, la heredera del emporio Seagram, y Emiliano Salinas, el hijo pródigo del expresidente mexicano Carlos Salinas de Gortari.  

Pero como un castillo de Lego, que un niño arma con empeño, la fantasía ranierana parece que se derrumbará pronto, luego de un regular manotazo de la ley.

Me siento muy privilegiado, por cierto, de estar aquí en el cuarto piso de la Corte Federal del Distrito Este de Nueva York, en el hermoso barrio de Brooklyn Heigts, para contarles de esa caída.  

Aquí en Cuestione relataré a detalle las jornadas donde la defensa y el gobierno emitirán sus alegatos finales, y por supuesto cuando salga el veredicto que exonerará o terminará por hundir al acusado. Manténganse en sintonía.  

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