Mamá, mamá, mamá

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Fue un orgasmo simultáneo, dulce, como de último bocado de pastel favorito. Mi respiración en su mejilla izquierda. Su respiración en mi mejilla derecha. Su piel olía a sudor, a madera húmeda, a certeza de para siempre. A nosotros.

En ese instante lo supe sin saberlo, fue una de esas certezas que aparecen al pasar del tiempo: esa pequeña muerte provocó vida, la vida que desde ese momento comenzó a crecer al interior de mi vientre y meses después me dijo por primera vez “mamá”. 

Lo primero que vi de mi hijo fueron los pies. “Aquí está tu cosa”, dijo el ginecólogo en el quirófano. Después me lo acercaron y pude abrazarlo. La experiencia de su nacimiento fue profundamente gozosa, me sentí tan afortunada de haber tenido la oportunidad de vivir algo así que comprendí por qué las madres sentimos este regocijo al mirar, abrazar, escuchar, compartir con nuestros vástagos. 

También en el transitar del quirófano a la recuperación y a mi cuarto comprendí que la belleza de ese instante estaba cimentada en mi deseo de tener un hijo; sólo por profundo deseo entiendes que el dolor físico es nada en comparación con la alegría de conocer, por fin, al ser que durante tantos meses se convirtió en tu compañero y cómplice.

Una vez fuera del hospital empezó mi verdadera andanza. Confieso que no tenía ni idea de lo que implicaba tener un bebé: jamás había cambiado un pañal ni preparado una mamila ni bañado a nadie de ese tamaño. El primer mes de vida se despertaba cada dos horas durante la madrugada, tardaba una hora en comer, yo ocupaba la siguiente media hora en cambiarlo y volver a ponerlo en su cuna. Así, durante un mes y medio dormí media hora cada dos en las noches. En el día tampoco descansaba más. Adicta al trabajo como soy, para aprovechar el tiempo trabajaba mientras él hacía siestas. No pasaron muchas semanas para que mi cabeza me jugara malas bromas y sospeché que sufría de depresión posparto.

No era depresión postparto. Era depresión por agotamiento. El ginecólogo me preguntó mis hábitos con el recién nacido. Mis respuestas provocaron que el doctor me despidiera de su consultorio regañada y con la promesa de descansar en el día mientras el bebé dormía; ya tendría tiempo de seguir trabajando, a fin de cuentas, los seres humanos no somos bebés siempre. Y tenía razón.

Llegaron las primeras preguntas y los primeros comentarios muy incómodos: “¿cuándo vas a dejar de jugar a la escritora y editora para dedicarte a tu casa, tu marido y tu hijo?”. “¿Cuándo vas a dejar de ponerte esos escotes?, ya eres una mujer casada, y madre, además”. “¿No te preocupan que rechacen a tus hijos porque su mamá escribe libros de sexo?”. “Es tu tiempo de mamá, deberías dejar de trabajar”. “Las presentaciones de libros y las ferias no son lugares adecuados para que estén los niños, y además tantas horas”. “Eres egoísta, no quieres dejar de hacer tus libros”. Etcétera, etcétera, etcétera. Y tenían razón. Aunque no en todo ni del todo. Por fortuna eso lo aprendí con los meses, y lo reafirmé con la llegada de mi hija el siguiente año. ¿Por qué tenía que abandonar el sueño de toda mi vida porque me había convertido en mamá? ¿Por qué a la gente le encanta torturar así a las mujeres? ¿Qué clase de perversión placentera provoca en infinidad de chismosos opinar de la vida de las mamás? 

Una noche de insomnio, de esas que no te hacen ningún favor porque además del cansancio normal debes sumarle el desgaste de las horas de madrugada pensando en estupidez y media y/o buscando soluciones, llegué a la conclusión de que la maternidad no tiene que ser sufrida, que tus hijos no son lastres, sino compañeros; que no tienes que sacrificar tus proyectos y sueños de persona individual porque nacieron otras personas individuales de tu cuerpo. 

Comprendí que mis hijos son mis compañeros, mi proyecto de vida más importante, más asombroso y retador, el más hermoso y satisfactorio, y no iba a seguir permitiendo que enseñanzas mediocres de gente inconforme siguiera arruinandome la maternidad. 

Es muy común escuchar la famosa frase: “nadie te enseña a ser madre”, pero es una falacia, claro que el mundo te enseña a ser madre, nada más que te enseña a ser madre sufrida, abnegada, que dependa emocional y económicamente siempre de otros; el mundo te enseña a sentirte siempre insuficiente. Por más eficaz, competente, amorosa que seas jamás resulta adecuado. ¿Sabes? Están equivocados.

Escuchar ese tipo de comentarios que juzgan y no aportan lo hace el triple de cansado; más si viene de tus seres queridos o gente cercana, bastantes angustias tenemos al lanzar a nuestros hijos al mundo para que sean adultos independientes, funcionales y con confianza en sí mismos, como para que el entorno se esmere en sabotearte. Aprendí que ninguno de esos comentarios era digno de atravesar mis oídos, y mucho menos por mi cerebro ni corazón.

Quienes de verdad te enseñan a ser madre son tus hijos, por eso es a ellos a quienes hay que responderles cuando llegan con mil temas por contarte al ritmo de “mamá, mamá, mamá”, preguntarles qué necesitan, qué quieren, apoyarlos cuando se requiera, dejarlos volar cuando estén listos. 

Las mamás existimos para tejer alas, no para trenzar cadenas.

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