Calmar las aguas

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Ayer, como muchas mañanas, salí a caminar y a la mitad del camino me senté, y me puse a llorar…

No había ninguna razón específica.

Simple y literalmente, el agua me llegó al cuello y me salió por los ojos.

Mientras eso sucedía, mi voz interior me preguntaba ¿qué te pasa? ¿por qué lloras?

La única respuesta que encontré es que, últimamente… no me pasa nada y al mismo tiempo, me pasa todo.

Estoy cansada de vivir encerrada. De “echarle ganas”. De buscar los lados buenos. De ser la proveedora oficial de lo que sea que los demás habitantes de esta casa necesitan, el buzón de quejas y, por supuesto, la causante de todos sus motivos de insatisfacción.

De “reinventarme”. De patearme a mí misma de la cama. De buscarme cosas que hacer y hacer lo mismo cada día. De arrancarme de la pantalla y obligarme a moverme cuando en realidad, lo único que quiero es quedarme hipnotizada en la pantalla y dejar correr las horas, y los días.

Estoy aburrida, rebasada, preocupada, desganada, tengo nada que hacer y todo que hacer.

Me persiguen los pendientes igual que las angustias y me caga que, aunque sigamos guardados, nadie tiene tiempo para nada.

Todo ha cambiado y todo permanece, porque no sé a ustedes, pero a mi me sigue siendo imposible ver a mis amigas, esas, las que nunca pueden (¿o quieren?) Y no hablo de nada multitudinario, ni riesgoso, ni con una preproducción sofisticada.

Hablo de sentarnos en mi jardín ellas y yo y desconectarnos tantito del mundo para reconectar nosotras.

Seguimos sin tener tiempo para lo que realmente importa, esa es la verdad. Seguimos como gallinas descabezadas glorificando estar muy ocupados sin haber entendido nada.

La imperiosa necesidad de aprender a distinguir lo urgente, de lo importante, sigue estando en la lista de pendientes, un año de pandemia después.

Carajo.

Y es que se nos olvida la diferencia tan monumental que puedes hacer en la vida de alguien con una llamada, en lugar de 38,293 mensajes. Y la desgracia que es lo fácil que dejamos pasar los días sin decirle a alguien ¿cómo estás hoy? y buscarlo solo por que sí -no porque tengas cosas de trabajo, de familia, o de lo que sea por resolver. O el contacto uno a uno con una persona en lugar de poner todo en el chat grupal y así, palomear ese pendiente.

Ahora hay que hacer cita hasta para poder llamarse por teléfono, no mamen… ¿en serio?

#todomal

Me senté a llorar de tristeza. De soledad. De extrañarlas a ellas. A ellos. A todos y a todo lo que hace un año se fue a la mierda. Extraño las posibilidades. Las oportunidades. Las conversaciones. Extraño las netas. Las tardes. Las citas sin prisa. Extraño las miradas. Y las sonrisas.

Extraño los momentos. Y los tiempos, esos, en donde no tenías agendado un zoom tras otro y no había que cortar conversaciones.

Extraño las semanas santas en casa de mis abuelos. Extraño a mi papá… ¡uy… cómo extraño a mi papá! Aunque lo vea todos los días. Y a mi mamá que, estoy segura, extraña también su vida. Extraño cuando la vida dolía menos.

Tal vez así ha sido siempre esto de hacerse grande. No sé…

Lo que sí sé es que hay dos cosas que no se nos pueden olvidar, la primera es saber pedir ayuda y la segunda, a quién.

Por eso, ayer cuando acabé de llorar -cosa que es absolutamente necesaria y sanadora de vez en cuando- busqué a esos, los amigos que sé que no necesitan tanto tiempo, ni tanto rollo, ni te dan audiencia en 4 semanas y a quienes puedes decirles güey, me siento mierda, me urgen risas, te invito una chela y lo único que te contestan es: “¿a qué hora llego?”

Me parece fundamental que seamos esas dos personas: la que sabe pedir ayuda y la que está lista para darla porque entiende la premura. Saberse escuchar y escuchar al otro cuando las aguas llegan al cuello para poder calmarlas, meterlas al cauce, contenerlas y prevenir que todo se desborde y las consecuencias sean mucho peores… o peor aún… que sea muy tarde.

La situación no es ni remotamente fácil para nadie, por eso, necesitamos hacer un ejercicio cotidiano de priorizar nuestra salud mental y la de la gente que queremos, sobre todas las demás actividades y entender que, por más que nos hayamos “acostumbrado” a vivir encerrados, no podemos normalizar perder el contacto personal y dejar de cuidarnos los unos a los otros para podernos sentar a llorar o a consolar, por turnos siempre que haga falta.

Así que tomemos turnos.

Conéctense y estén conectados con los que les importan, es lo que hará que, cuando se tengan que parar a llorar un rato, se puedan levantar al siguiente día con una curita en el corazón y seguir andando.

Sean esa curita para alguien más, porque todo puede esperar… menos el corazón.

Otro título de la autora: No te achiques para caber

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