Aduladores

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Entre todos los desafíos que enfrenta la democracia mexicana hay uno especialmente escurridizo, frecuente y dañino, la adulación. Es una costumbre común entre quienes hacen política: rodearse de aduladores si pueden, o serlo si les conviene.

En el siglo XVII John Locke, un filósofo y médico inglés, pensó ampliamente en cómo la adulación pervierte la acción política. Locke es considerado el padre del liberalismo, ya que sus propuestas defendían cosas que hoy consideramos obvias: poder limitado de quien gobierna, división de poderes y algún sistema de representación social, como el parlamento.

Pero en su época eso era cuestionar a las monarquías absolutistas que dominaban Europa. 

A Locke le preocupaba el papel de los aduladores de la Corte, y pensaba que su conducta era igual de miserable que la del adulado. Unos glorifican para conservar su lugar, pero quién recibe la lisonja es igual de débil. En lugar de buscar gente que le ayude a pensar en cómo resolver los problemas del reino, en vez de explicarle los caminos que existen, le hacen pensar que siempre tiene razón.

Eso, decía Locke, genera que las ambiciones de poder de los monarcas se desbordara, y eventualmente decidieran que siempre sabían lo que hacían, que quién le criticara era demente o corrupto, y que merecía tener control sobre todo.

Es sorprendente pensar que esas reflexiones de hace unos cuatro siglos siguen siendo vigentes. En la era de la información y la modernidad, en los tiempos de democracia y debate, la adulación sigue siendo parte de cómo se hace política.

El caso más evidente y dramático es, por supuesto, lo que irónicamente está pasando en el Palacio Nacional. En la sesión de la Corte de López Obrador, cada mañana, hay personas cuyo rol específico es decirle que es un extraordinario líder

En su entorno ha habido una sistemática depuración de quienes no lo alaban, y quienes prefieren no hacerlo han aprendido su lección: ahora guardan silencio. Eso deja al presidente en la cómoda posición de estar rodeado de personas que en lugar de ayudarlo a tomar las mejores decisiones para el país, le hacen sentirse bien consigo mismo.

Y con total soltura. Hace poco López Obrador reveló que varias personas de alta relevancia de su gobierno, incluyendo a su entonces secretario de Hacienda, Carlos Úrzua, desaconsejaron eliminar el aeropuerto de Texcoco. Todas esas personas ya están fuera del gobierno, reemplazadas por personajes que jamás le dirán “es una mala decisión”. 

Ojalá esto fuera privilegio de este gobierno, pero claramente no lo es. Lo hemos visto por décadas en la política mexicana. Felipe Calderón, a pesar de muchas advertencias, mantuvo a Genaro García Luna; Alejandro Moreno, presidente del PRI, alentado por su propia Corte, está determinado a seguir controlando su partido, aunque sea ilegal.

Así que no, no es un problema exclusivo del presidente. Pero sí es un problema demasiado añejo y frecuente en México. Necesitamos una clase política que quiera pensar y resolver, no sentirse bien consigo misma.

Cualquiera que suponga que no se puede equivocar jamás es una persona que está por definición equivocada. Y por eso los buenos líderes se rodean de gente que entiende de temas complejos, que pueden aconsejar con franqueza y que pueden decir cuándo hay que tomar otro camino. 

Nada es más sabio que saber cambiar de opinión.

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