Badiraguato sí, Acapulco no

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Esta semana, López Obrador visitó el municipio de Badiraguato, en Sinaloa, por sexta vez en su gobierno. El lugar, famoso por ser la cuna del Chapo Guzmán y otros grandes líderes del narcotráfico de México, es uno de los paseos favoritos del presidente. Ningún municipio de esa dimensión ha sido visitado tantas veces.

El presidente argumentó que no le gusta que haya un estigma sobre esa zona y aseguró que ahí habita el “pueblo bueno”, que le tiene cariño y respeto. Esta visita sucede en un contexto particular: al tiempo que refrenda su apoyo a esa comunidad, se ha negado a visitar a los damnificados por el huracán Otis que devastó a Acapulco y otras zonas de Guerrero.

Al ser cuestionado sobre esto, aseguró que es para “proteger la investidura presidencial”. Asegura que si bien obviamente la gente lo quiere, le pueden mandar provocadores y cámaras de televisión para que lo increpen y pues a él nadie lo va a “ningunear”.

Esto en el contexto de su conflicto con algunos medios por su cobertura de la situación en Acapulco. Varios abrieron sus micrófonos a la gente para que expresara su frustración y desamparo ante la lenta reacción del gobierno. Las personas aprovecharon la oportunidad para ventilar su malestar de forma explícita y sí: le mentaron la madre al presidente.

Eso, en el ego del gobernante que se considera adorado por el pueblo bueno, es inaceptable. A la autoridad se le respeta, dijo hace unos años cuando fue increpado; ahora mejor ni se expone. No quiere que la imagen de ser cuestionado por esa gente, que lo perdió todo y ha recibido ayuda a cuentagotas llene las pantallas y redes sociales.

Así que no, no irá a hablar con las comunidades, no irá a manifestar su solidaridad, a escuchar sus necesidades. Hay que cuidar la investidura.

Esto es lo que está pasando ahora, pero es parte de un contexto mucho más amplio. Cuando fue la explosión en Tlahuelilpan, Hidalgo, a principios de 2019, el modus operandi fue similar. Había cientos de personas robando combustible, en lo que no solo era ilegal sino era una evidente situación de alto riesgo. Lo sabían las autoridades. Incluso estaban ahí. Y la decisión fue no hacer nada.

Tras la explosión que dejó casi 140 muertos, el presidente se negó a visitar a las familias de las víctimas. Dijo que no quería hacer un show.

Algo similar pasó con los padres y madres de niños con cáncer. El gobierno suspendió las compras de medicamentos sabiendo que iba a impactar en la vida de la gente. Cuando empezaron las protestas, en lugar de resolver el problema, los acusó de conservadores. Jamás se reunió con ellos para escuchar sus demandas.

Del manejo de la pandemia ni se diga. Primero se minimizó por meses, se habló de que había que abrazarse, de estampitas mágicas que protegían del virus; se manipularon las cifras de fallecimientos y nunca se corrigió el rumbo.

Ni hablar de las protestas por la violencia feminicida: esas mujeres son vistas como el enemigo. Así, caso tras caso, vemos un preocupante patrón. Este gobierno no sabe lo que es la empatía y la única víctima que importa es el presidente.

Porque él es “el más atacado de la historia” y hay una perpetua conspiración golpista y siniestra contra él. Pero es un hombre que no puede sentarse con una víctima, un damnificado y dignificarlo con escuchar su historia, su dolor y sus necesidades.

Desde la oposición el dolor social le era muy rentable. Ahora, le resulta una molestia, un show, hasta una injuria.Al parecer, en este gobierno, el amor se paga… con indiferencia.

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