“El fuego genera euforia”: maestro cohetero

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Jonathan Rodríguez no concibe su vida sin el fuego. Moreno y de nariz aguileña, con una gorra cuya visera apunta siempre a su espalda, la pólvora le arrebató a su primer amigo a los ocho años y más de una vez ha sorteado llamas para rescatar a un niño, a un amigo, a un trabajador. Aún así, sus ojos brillan cuando habla de la pirotecnia.

“No puedes evitarlo. Toda mi familia se ha dedicado a esto. A mi papá le tocó una explosión muy grande y decidió dejarlo, pero tuvo que hacerlo poco a poco porque no puedes dejarlo de golpe. Yo, cuando tuve una hija, lo entendí. Me entró la idea de alejarme. Pero no es fácil: esto es lo que me vio nacer. La gente te ubica por esto, te jala, te busca. Es difícil”, dice Jonathan.

Hoy, Jonathan tiene bajo su cuidado a una docena de niños de entre siete y 17 años, dedicados a la cartonería. Esta tarde de viernes, con la voz de Freddy Mercury de fondo, toda la pandilla se empeña en terminar de forrar, con periódico y resistol, un torito de al menos tres metros de alto, para la fiesta de la Virgen de la Piedad y, aunque ninguno de ellos manipula directamente material explosivo, todas sus figuras tienen el mismo final: arder.

“El fuego nos genera, cómo decirlo, euforia. Nos gusta que prenda nuestra chamba. Muchos no le ven sentido: es todo tu tiempo, todo tu trabajo…. Y también te quemas el dinero, porque nosotros ponemos el papel, el carrizo, los cohetes. Es una ofrenda. Entonces, la economía es un factor, sí, pero hay algo más”, dice Jonathan.

Para entender a Jonathan es necesario saber que al municipio lo componen más de 20 barrios, cada uno regido por un santo o una virgen. Como en muchos pueblos de México, cada barrio celebra a su santo patrono con una fiesta donde el fuego se extiende por más de una semana: nueve días antes de la festividad se lanzan luces de bengala, la noche de la víspera se queman toritos, se amanece con una quema de castillos, que se repite por la noche.

Foto: Cristopher Rongel Blanquet

Además, las calles se alfombran con aserrín de colores y se ofrecen tamales a todos los asistentes. Al otro día, en la torna-fiesta, se vuelve a regalar comida y a quemar castillos. No hay un día del año en Tultepec en que no estalle algo en el cielo.

“Todos los niños aquí sueñan con, un día, ser mayordomos, darle de comer a todo el barrio y ponerle un castillo a su patrono. En Tultepec, religión, trabajo y fiesta son casi la misma cosa”, dice Jonathan. “El patrono no es nada más el santo: el patrono es tu barrio, es tu gente, los vecinos… la vida pues. Así lo veo. Aquí el catolicismo no es culpa, es agradecimiento. Yo creo que eso define a Tultepec: el agradecimiento. Agradeces que te va bien, que tienes chamba y, sobre todo si eres pirotécnico, que tienes un año más de vida”.

Es cierto: la economía no explica la devoción de un pueblo entero hacia la pólvora. Pero Jonathan no es el único en creer que la precariedad sí es responsable de muchos de los accidentes. Obligados a competir contra centenares de pirotécnicos de todo el país, los artesanos de Tultepec se ven obligados a ofrecer precios cada vez más bajos. Esto implica reducir también la calidad de los materiales, así como el número de personas que pueden contratar.

“Muchos no entienden por qué seguimos haciendo pirotecnia después de tantos muertos. Lo dicen como si estuviéramos jugando. Pero Tultepec no juega con fuego. Si alguien murió por hacer pirotecnia, nosotros lo vamos a honrar guardándole un mayor respeto a la pólvora. Necesitamos no sólo que los artesanos entiendan ese respeto, también los clientes, los mayordomos, los vendedores de los mercados, todos: que entiendan que en un precio va nuestra vida de por medio”.

Poco importa tener un permiso autorizado y los pagos correspondientes. Tampoco llevar un operador con licencia federal tipo “E” para transportar la pólvora y un maniobrista adicional, como marca la ley. Ni la póliza de seguro del vehículo. Ni el visto bueno del municipio donde vas a quemar. Ni las medidas de protección civil al dedillo. Ni los cuatro extintores de rigor. Poco importa conocer tu oficio desde hace más de medio siglo.

“A l’ora de l’ora”, advierte don Vicente Flores, “por cualquier chingadera de nada te l’hacen guacamolera para que caigas con la marmaja. Si no son los federales que te acusan de terrorista en el camino a una quema, son los de protección civil que se inventan cualquier cosa o los de medio ambiente que también quieren su tajada”.

Vicente Flores es lo que en Tultepec llaman un maestro pirotécnico: alguien que ha trabajado en esto el tiempo suficiente para saber cómo lograr fuego azul cobalto, por medio del cobre y qué cantidad de salitre se necesita para que un cohete vuele más de 20 metros; la proporción exacta de algodón y de nitrato para una mecha segura o cómo ensamblar un castillo de 10 metros. Un alquimista rural, alguien capaz de manipular luces, colores, el sonido del trueno y el movimiento, además de ordenar con precisión toda la secuencia que otorga ritmo a un espectáculo de fuego.

“Esto de la pirotecnia lo hacemos desde mi bisabuelo, o sea que ya van por lo menos cinco generaciones, porque ahora mis sobrinos también ya empezaron”, dice don Vicente.

Estamos en la Saucera. Este paraje de apenas dos kilómetros es el único lugar en Tultepec donde se permite fabricar fuegos artificiales. Con un registro de al menos 300 talleres, no pocos fuera de la norma, caminar por aquí es enfrentarse a un penetrante olor a azufre y a calaveras pintadas sobre los muros.

El taller de don Vicente es un terreno de unas siete hectáreas, con dos bodegas, además de un cuartucho para crear los químicos y otro para llenar cohetes. Aquí una mujer carga explosivo series de R-15 –uno de los cohetes más potentes del mercado– y, más allá, un grupo de muchachos cierran las series con una mezcla parecida al cemento. La pólvora lo impregna todo: el suelo y los muros, el cabello de los trabajadores, sus uñas y zapatos. Todo aquí es un polvorín vivo.

“Accidentes siempre habrá –sentencia. La temática aquí es que si te mueres, que no sea por pendejo, ni por tacaño. Pero, míralo tú, desde que se inventó el automóvil han existido accidentes de tránsito. A veces muere una persona, a veces 10”, dice don Vicente.

Asegura además, que “la industria automotriz tiene que meterle mucha lana para que sea seguro: investigar, capacitar, tener lo mejor de lo mejor. Es lo mismo acá. Pero, a ver, el taller que estalló en junio tenía 90 días sin vender nada. ¿Cómo va uno a invertir en seguridad así? ¿Y si luego todo lo que ganas es para pagar una mordida aquí y otra allá? ¿Cómo?”.

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