Golpe de Estado técnico

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Pocas cosas han impactado tanto el imaginario político latinoamericano como los golpes de Estado. No solo por el acto de violencia política que implicaron los muchos que han habido en nuestra región, sino la profunda herida que dejaron en las sociedades afectadas.

Torturas, desapariciones, ejecuciones sistemáticas, saqueos y todo tipo de abuso, a veces por muchos años, marcan para siempre a las naciones. Por eso el concepto de un golpe sigue permeando el imaginario social como la manifestación más nítida del mal en política, y la lucha contra los golpistas como la causa más justa y necesaria.

México, por suerte, no es un país con una tradición golpista y nuestra democracia, aún joven y con muchas cosas por mejorar, es razonablemente funcional. Por eso es que nadie habla en serio de la posibilidad de un golpe de Estado en México. Nadie excepto tres grupos. 

Uno, una rancia derecha conservadora, pequeña y sin poder realmente significativo, que sueña con que alguien tome el gobierno y saque a esa gente que desprecia para poder poner personas más a su gusto. 

Dos, una anacrónica izquierda nostálgica cuya fantasía adolescente de hacer una guerrilla revolucionaria y pasar a la historia como el Che nunca se podrá cumplir, a menos de que esa derecha siniestra lograra su malévolo plan.

Y por último, la única persona que debería preocuparnos que esté hablando de un golpe de Estado: el presidente Andrés Manuel López Obrador. Esta semana volvió a alertar de la amenaza de un “golpe de Estado técnico”, ahora por parte del Poder Judicial.

No es la primera vez que acusa esas siniestras intenciones. Este mismo año, en febrero, en medio de la crisis por las revelaciones de posible dinero del narco en su campaña, acusó a la DEA de ser parte de una especie de conspiración para hacer un “golpe blando”. En mayo del año pasado también habló sobre un intento del Poder Judicial de sacarlo del poder. Desde muy al principio de su gobierno, ya estaba agradeciendo a los militares no haber escuchado un supuesto “canto de las sirenas” que llamaban al golpe.

Como los hechos demuestran, en ninguno de los casos había un riesgo real de que eso pasara. Pero en este último caso hay un matiz preocupante que vale la pena entender. López Obrador dijo que hay “jueces” que le están pidiendo que no hable sobre el proceso electoral, que no se refiera a Xóchitl Gálvez -o “la señora”, como le dice- y que le están haciendo un expediente. Su intención, asegura, es que tras la elección hagan “un fraude electoral” usando como argumento sus “supuestas infracciones” por estar defendiendo su libertad de responder a las “calumnias” de la oposición y los medios.

La reflexión del presidente, como suele ser en las mañaneras, es poco articulada y deja muchos cabos sueltos, pero en esencia se puede entender que el plan siniestro de la oposición y el poder judicial es aprovechar su incapacidad de cumplir con la ley y que se pueda impugnar la elección; por tanto, que quede anulada. 

Es curioso, porque ese mismo plan maquiavélico se lo atribuyen a Morena por su negativa a designar a los magistrados faltantes del Tribunal Electoral, que serán indispensables para validar el resultado electoral. Sin esas personas, no se podrá declarar nueva presidenta legalmente.

Al final, lo que debe prender las alertas de los demócratas en México sin importar si están con el gobierno o a la mitad o en contra, es que el poder Ejecutivo tiene que ser el primero en ser garante de un proceso electoral impecable. 

Pero en lugar de fomentar la construcción de una democracia confiable, el presidente la mina estratégicamente, como si quisiera sembrar la duda sobre el resultado en caso de que no sea el que quiere. 

Esa es la peligrosa semilla de un estallido social.

Más del autor: Humor involuntario

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