Joe Biden. Las lecciones que nos deja el cambio de poder en EU

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Esta es una historia tan inesperada como predecible. Inesperada, porque hace una década nadie se habría imaginado que la democracia moderna más longeva del mundo enfrentaría esta violencia en su transición de poder; predecible, porque durante cuatro años hemos visto a un presidente denostar y cuestionar a su propio sistema si no le da la victoria.

Estamos hablando, por supuesto, del cambio de mando en los Estados Unidos. A pesar de los retrasos en los recuentos, Joe Biden ganó la presidencia de su país con un cómodo margen. Pero asumió la presidencia en las peores condiciones posibles.

La democracia tiene una importante característica: los rituales. En todos los cambios de poder hay una serie de acciones que representan el reconocimiento de la derrota, del triunfo, y el nuevo gobierno. Así, existe el proceso electoral, la entrega de resultados y, finalmente, el cambio del bastón de mando, por decirlo de alguna manera.

Esto es importante para la ciudadanía, ya que asume que se ha acabado una etapa e inicia la siguiente, para bien o para mal. Pero cuando hay un mal perdedor, las cosas se ponen difíciles.

Más aún, cuando el perdedor se niega a reconocer su derrota y utiliza su posición de poder para boicotear el mismo sistema que lo llevó a dónde está. Tal es el caso de Donald Trump, que usando su influencia y megáfono político, lleva años avisando que si no gana, es fraude.

Esto nos dio el momento inesperado pero predecible de lo que pasó en el Capitolio cuando se ratificó el triunfo de Biden y Harris, primera mujer vicepresidenta de los Estados Unidos. 

Las imágenes impactaron al mundo, pero no fueron producto de un accidente casual: son resultado de un largo esfuerzo de polarización social, de sembrar desconfianza en las autoridades, de convencer a los desencantados de que los están estafando.

No es difícil. Hay mucha gente frustrada, y quizá con razón, de que la democracia liberal no les ha cumplido la promesa de justicia y prosperidad. Esa frustración, con un líder que se dice representante del pueblo y que va a acabar con la lacra de la clase política que les ha explotado, es convincente y alienta la ira.

Pero líderes como Trump se alimentan de ese enojo social. Lo usan y lo fomentan, como una fogata, promoviendo los actos violentos que se vieron en el Capitolio de EU hace unos días.

Y no solo eso: el día del traspaso de poder, que funcionó durante cientos de años, por primera vez se vio amenazado.

El día que Biden tomó posesión, Washington D.C. parecía un Estado militar: 25,000 soldados de la Guardia Nacional tomaron las calles, revisaron a la población, supervisaron la asistencia. 

Trump falló en cumplir el ritual de entregar el poder como se acostumbra, y el evento estuvo bajo la amenaza perpetua de violencia o terrorismo doméstico. Fue un ritual que podrá traer esperanza de un país menos polarizado, pero nos habla de un infantilismo político con el que demasiadas personas se sienten representadas.

Y eso debe preocuparnos. Porque nos habla de que no hay democracia indestructible. No hay país, por poderoso que sea, que sea inmune a las amenazas del discurso de odio y del populismo.

Vienen tiempos distintos para los Estados Unidos y es difícil saber si nuestro país estará mejor en los próximos años. Se ha construido una distancia política con el nuevo gobierno, que podría tener su precio.

Los demócratas, históricamente, no han sido más gentiles con nosotros que los republicanos, si bien nadie ha empujado el discurso xenófobo como lo hizo Trump. Sin embargo, quizá podamos ver un regreso a la normalidad política y a una mínima moderación en el discurso de polarizante.

Como sea, los eventos en ese país nos dejan una clara enseñanza: pensar distinto es válido, pero no debemos odiarnos. Tratarnos como antagonistas es legítimo, pero no despreciarnos.

Estados Unidos nos da una amarga lección: los políticos que promueven el odio terminan rompiendo a sus naciones. 

Luchemos por no seguir el ejemplo.

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