El odio

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En la película El Odio de Mathieu Kassovitz, de 1995, un grupo de jóvenes de barrio bajo parisino experimentan todas las tensiones propias de su lugar y tiempo: sociales, económicas, raciales, culturales.

Uno de ellos cuenta una historia que hoy podría resonarnos. Un hombre cae de un alto edificio. Conforme va cayendo, cada piso que pasa se dice a sí mismo: “hasta aquí, todo bien; hasta aquí, todo bien”.

Es una crónica de optimismo ciego: sabe que va al abismo y la muerte, pero se repite que va bien. El cuento debería hacernos pensar un poco en lo que está pasando en nuestro país y, de una vez, en muchas partes del mundo.

En el entorno global, hay muchas señales a las que, si pusiéramos atención a la historia de Europa, deberían preocuparnos mucho. Tenemos, por ejemplo, a Vladimir Putin: un gobierno autócrata, militarizado y fanatizado con una gran idea: reconstruir la gloria de su patria. Y mientras avanza su agenda, invadiendo a un país vecino, el mundo mira con incredulidad que esto realmente esté pasando. 

La Unión Europea advierte de este peligro, pero tampoco pone suficiente de su parte para detenerlo.

Y mientras, Donald Trump se prepara para regresar al poder con una agenda aún más irresponsable que la original. Putin será reelegido para poder continuar con su guerra contra Ucrania. Dos líderes peligrosos e irresponsables en tiempos especialmente delicados.

En América Latina las cosas no están mejor. El ascenso de líderes populistas, ya sean de izquierda o de derecha, está tensando las relaciones internas de los países y las internacionales. 

La xenofobia y el patriotismo, esas dos poderosas herramientas, dominan la discusión política. ¿Quién echará mejor a los migrantes? ¿Quién ama más a su patria? ¿Quién acabará con los enemigos, externos e internos? ¿Quién realmente representa al “pueblo”?

Hubo un momento en la historia contemporánea muy similar a este. Las democracias liberales empezaron a colapsar por dentro; las ideas radicalizadas de raza, patria y grandeza se apoderaron de naciones enteras. 

El año era 1933. No hace falta ser historiador para saber qué pasó después. Fue el optimismo desmedido de los líderes democráticos de aquella época que, como el hombre que cayó del edificio, se decían “hasta aquí todo bien”, antes de estrellarse con la realidad.

En México, claro, tenemos nuestra propia versión latina de este fenómeno. Quizá sin las implicaciones dramáticas de Europa, pero sí con un profundo riesgo al interior de nuestro país.

Todo esto porque hoy el hilo conductor de las emociones políticas es uno: el odio. A partir del odio al que piensa distinto, al que es distinto; odio a los de afuera o los del otro lado; odio de los poderosos a quienes les estorban, a quienes les limitan de hacer lo que quieran. 

Mientras que desde Palacio se habla de “abrazos no balazos”, de amor al prójimo, de apapachos, las acciones no muestran más que odio, resentimiento y cerrazón. Y por supuesto, es una emoción contagiosa: los odiados odian de vuelta.

Por supuesto, la solución no es el amor. De hecho, el amor no existe en política ni soluciona nada; al contrario, empodera a los radicales. La solución es, simple y llanamente, realismo. Entender que seguimos cayendo en una espiral de violencia de todos tipos, y todos los bandos han dejado de escucharse porque les falta el realismo de que este país nunca será hegemónico de nuevo. Hay que reaprender a dialogar desde la diferencia.

El odio es el escape de los débiles y los temerosos. Debemos derrotarlo, o seguiremos el camino del hombre que cae, repitiendo “hasta aquí, todo bien”.

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