La paradoja Ayotzinapa

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La desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa sigue siendo un doloroso tema que nos divide, nos enfrenta, confunde y que sigue sin resolverse. A estas alturas, ya no se ve que pueda surgir una explicación final que deje satisfecha a la sociedad y menos a las familias de los estudiantes.

En los últimos días esta tragedia ha vuelto a apoderarse de todo el debate público y nos ha mostrado varios temas que es importante abordar.

Uno de ellos es el papel de los medios en cómo trabajamos esta clase de hechos. 

Cuando hay filtraciones cómo las que hemos visto recientemente, en particular lo que publicó Peniley Ramírez, debemos actuar con mucha cautela. Lo que ella y otros periodistas han hecho es, en esencia, lo correcto: dieron a conocer información legítima, de alto interés público, que se ha mantenido en la opacidad y que las personas debían conocer. Con todo, al manejar esta información, siempre debemos preguntarnos dos cosas: ¿afectamos a las víctimas? Y ¿contribuimos al esclarecimiento de los casos o los entorpecemos?

Periodistas diversos han sido muy criticados por presentar los datos a los que han tenido acceso, muy en la política de “maten al mensajero”. 

Eso es lamentable y nos habla de cómo la prensa se ha vuelto el enemigo preferido tanto del gobierno como de sus seguidores. Así que tenemos un delicado balance siempre contaminado por los intereses políticos y la polarización: debemos informar cuidando a la gente.

Por otro lado, hay un factor clave: esas filtraciones no son un accidente. Han sido acciones deliberadas de funcionarios que deciden entregar documentos sensibles a la opinión pública. Y pueden hacerlo por un buen motivo, como transparentar un proceso opaco, o por malos motivos, como dañar las investigaciones o poner en jaque a ciertas autoridades. 

Y todo parece indicar que esto último es la verdadera razón de lo que vimos los últimos días: poner al subsecretario Alejandro Encinas en una posición defensiva, obligándolo a dar explicaciones, refrendar su propia versión de la “verdad histórica” y cuidar el lema de “fue el Estado”.

La reciente renuncia del fiscal especial para el caso, en medio del río de filtraciones, la liberación de acusados y el desistimiento de la Fiscalía General de la República para proceder contra todo un grupo de acusados nos revela el profundo nivel de crisis que está viviendo el gobierno al interior. Es una lucha brutal entre gente de esta administración contra el sector que más ha apoyado y alentado: las Fuerzas Armadas.

Aquí está la paradoja en la que nos mete el caso Ayotzinapa: sí, bien pudo ser “el Estado”; sí, bien pudieron ser los policías y militares. Pero el mismo Ejército que hoy es el principal aliado del gobierno, es el que ahora está acusado. Porque habrán cambiado algunas posiciones, habrán cambiado algunas personas, pero en esencia éstas Fuerzas Armadas, tan apreciadas por el gobierno, son responsables de la tragedia de aquella noche.

Siempre hubo muchas razones para dudar de la versión del gobierno anterior. Pero en vista de lo que está pasando hoy, hay muchas razones para también dudar de lo que la administración actual nos está tratando de vender como su “solución”.

Es hora de que también haya un ejercicio social clave: aceptar que lo más probable es que nunca sepamos la verdad. Que nunca sepamos hasta qué nivel del gobierno y las Fuerzas Armadas se encubrió este caso. Que los grandes responsables nunca paguen, porque aún los necesitan.

Las dictaduras latinoamericanas nos han dejado una profunda lección en este sentido. Nunca hay que dejar de exigir justicia, de demandar la verdad, de tener reparación. Pero esa justicia puede tomar muchos, muchos años en llegar. 

Y, tristemente, nunca llega completa.

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