El país se encuentra ante una situación política muy particular. Estamos atorados entre una oposición derrotada electoralmente -y que se ha conformado en un bloque- y, por otro lado, un presidente con un discurso de transformación que no termina por concretarse.
Ya no es el escenario de 2018, que derivó en que Morena y sus aliados tuvieran una mayoría avasalladora en ambas cámaras del Congreso mexicano. A partir de los resultados de las elecciones de junio pasado, la Cámara de Diputados cambió su configuración: la oposición recuperó algunos espacios y el partido oficial perdió otros tantos.
Aun así, la oposición legislativa sigue sin consolidarse, sin ser propositiva y sin ser verdaderamente un contrapeso del poder Ejecutivo. Esto ha dejado el rumbo del país en manos del presidente y sus grupos parlamentarios.
Ahora con la discusión del Presupuesto 2022 se repite la historia de otros años: el partido en el poder ha logrado negociar la aprobación del presupuesto con otras fuerzas políticas. Así que la oposición en la Cámara baja parece que tendrá que guardar su presupuesto alterno o esperar para ver qué le toca.
A pesar de los reiterados discursos que señalan que el bloque del PRI, PAN y PRD, y hasta Movimiento Ciudadano se mantendrá unido, esto se ve complicado.
Basta con recordar cómo la unidad de estas fuerzas políticas se tambaleó cuando el PRI coqueteó con Morena para que considerara algunas de sus propuestas en el presupuesto del próximo año, a cambio de votar a favor de la contrarreforma energética que plantea el gobierno.
El partido, que gobernó ininterrumpidamente durante siete décadas a México, apenas definió una posición oficial sobre la iniciativa energética, pero lo hizo tarde y logró que se abrieran grietas en sus propias filas.
Y el problema de la oposición es que más que estar a favor de algo, los une estar en contra del gobierno. Eso nunca es sano en una democracia.
Desde luego, no podemos contar con que Morena y sus aliados -el Partido Verde y el Partido del Trabajo- moderen los excesos y detengan los abusos del poder presidencial, pues el bloque oficialista ha convertido a San Lázaro en una mera cámara de resonancia de López Obrador. Las influencias moderadoras al interior de la 4T han desaparecido, si es que alguna vez existieron.
Cientos de personajes han desfilado por el Congreso de la Unión, pero muy pocos son recordados por sus contribuciones al debate, al trabajo democrático o por impulsar las necesidades de la ciudadanía. Al contrario, se ganan cada vez más curules como cuotas de poder o de intereses partidistas. Y así, la confianza social en el Congreso es extremadamente baja.
Porque parecen estar mucho más interesados en cuotas de poder o su próximo puesto que en representar a quienes les votaron. Esto, a pesar de que la oposición siempre se rasga las vestiduras para conseguir partidas del presupuesto y fortalecer a las regiones en donde son gobierno, así como sus proyectos estratégicos que han sido propuestas de campaña.
A esto se suma que pocos legisladores tienen el conocimiento de lo que significan las tareas parlamentarias. La crisis en la elección de los candidatos y la pobreza en formación de cuadros políticos en los partidos ha sido evidente y nadie se salva.
La fractura parlamentaria en nuestra “democracia” nos ha dejado fatales consecuencias. Ya hemos visto el resultado de que se legisle sólo por la “aplastante mayoría” y de que se pasen por alto cualquiera de las reglas legislativas.
Por esa razón, los expertos piden revertir los grandes daños que ha sufrido ese otro importantísimo poder del Estado: el legislativo, con una reforma profunda que permita blindarlo y profesionalizarlo.
Es por ello que esta semana en Cuestione estaremos hablando de los desafíos para construir un Congreso representativo, sus vicios y debilidades, así como su papel fundamental en mantener el equilibrio de poderes.
Por el bien de México, urge un poder legislativo fuerte, preparado y consolidado.
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