Adicción a la lente

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Amo que me tomen fotografías sugerentes, con la ropa trepada en un muslo y el escote pronunciado. No siempre fue así: alguna vez odié pararme frente a las cámaras, me sentía la mujer menos fotogénica de la historia… hasta ese día de septiembre que parecía muy cotidiano y de pronto me cambió la vida. Esto fue lo que sucedió:

Una amiga, hoy examiga, me invitó a su sesión de fotos. La idea era presentarme a Miguel, el fotógrafo, para ver si podía tomar las imágenes para la obra de teatro que preparábamos juntas y de la que ella era protagonista.

Llegamos al estudio, una famosa casa embrujada en la Ciudad de México. Ella traía una maleta llena de ropa y zapatos. Platicamos un rato con el fotógrafo y su asistente y entró a cambiarse.

Salió despampanante, se paró frente a la cámara y empezó a posar como si hubiera nacido para ello. Los movimientos de su cuerpo, sus gestos, eran armónicos y fluidos. Yo estaba asombrada y fascinada con la comunicación tácita entre Miguel y ella, parecían de esos cómplices que con una mirada comprenden todo. 

Brazo arriba, cintura hacia la derecha, pierna izquierda al frente. Mirada hacia el brazo del personaje pintado en la pared, pie bien apoyado en el suelo, brazos en jarras. Sentada en una banca, tacones separados, rodillas juntas, una mano en el asiento, la otra haciendo gesto de silencio. Horas y horas de tensión sexual, sonrisas, miradas. 

Al final de la tarde la sesión continuó en el baño, donde ella se mojó el vestido blanco para marcar los pezones. “Quiere que me desnude, pero no lo voy a hacer”, me dijo, “todos los fotógrafos son así, buscan quitarte la ropa de una forma u otra”. Me pareció lo más lógico del mundo, yo tampoco sería capaz de encuerarme frente a un fotógrafo, y menos con una cámara enfrente, eso era algo de putas y exhibicionistas.

Como Miguel utilizaba la técnica de luz natural terminaron la sesión, ya había poca luz.

No sé cómo sucedió, de pronto Miguel me miró y dijo: “bueno, ahora sigues tú”. “¿Yooooooooo? ¡Ni de loca!”. Reí nerviosa. “Sí, tú, ándale”. “Pero ni siquiera tengo ropa”. Mi amiga intervino: “eso no importa, yo te presto algo, vamos a mi maleta a ver qué te queda”.

Pensando en que no habría nada que ella trajera que pudiera servirme, accedí a bajar a buscar algo, confiada. Ella era unos centímetros más baja de estatura que yo, caderona, con nalgotas yucatecas, cintura pequeñísima y unos senos enormes. No es que yo estuviera muy delgada, pero sus proporciones y las mías eran absolutamente distintas.

De pronto agarró un vestido negro, suelto, con un lazo para acinturar al amarrarlo de atrás, muy corto. “Este es perfecto, y seguro Miguel te puede decir cómo pararte para que no se te vea tan grande. La magia de la fotografía”, declaró con sonrisa satisfecha. Me retoqué las pestañas, me pinté los labios de rojo y me pasé el cepillo por la cabeza para alisarlo un poco.

Subimos a donde estaba Miguel. A mí todo el asunto me parecía una idea terrible, una pérdida de tiempo. Las fotos y yo no éramos amigas, cada vez que veía las imágenes de alguna fiesta familiar, viaje o evento, sufría, me veía terrible, cachetona, con un gesto horroroso. Insistían tanto que a fin de cuentas me paré frente a la lente para que el asunto acabara pronto y me dejaran en paz.

Me paré frente a la ventana. Si odiaba las fotos, más odiaba el asunto ese de tener que posar. Cero imaginación. Estira la espalda, haz hacia atrás el hombro, dobla un poco la pierna… Miguel me daba instrucciones que yo seguía al pie de la letra. Él, como me había dicho mi amiga, intentaba con distintos argumentos hacer que me quitara el vestido. 

Hoy ya no recuerdo cómo fue que sucedió, yo creí que mi animadversión hacia las fotos, más mi pudor de mostrarme desnuda, más la hora, más la escasez de luz y, sobre todo, mi supuesto sobrepeso, producto del nacimiento de mis hijos y tan criticado por mi esposo, mi pubis con los pelos muy largos, que se salían de mi tanga beige, de esas invisibles porque no había para mí nada peor que los calzones marcados en la ropa, eran un seguro infalible contra la tentación de desnudarme. 

Nada de eso sirvió, de pronto me vi posando, primero en calzones, luego totalmente desnuda. Supongo que apliqué mi filosofía acostumbrada de fluir con las circunstancias y pensar que a fin de cuentas tener esas fotos no estaría mal para la yo de 80 años que espero ser algún día.

Oscureció al fin. Habíamos estado ahí unas ocho horas y ya era momento de regresar al mundo real de ama de casa, mamá y cónyuge con cara de jamás me encueraría frente a un desconocido. La adrenalina de lo prohibido me devolvió la sonrisa, tan intermitente en mí en los años anteriores.

Una semana y media después recibí un mensaje de Miguel por el Messenger de Facebook. “Hola, bonita, quiero volver a tenerte frente a mi cámara”. A los pocos segundos se deslizó una foto en la pantalla del chat. La mujer de la foto era yo siendo más yo que nunca. Estaba recargada en la ventana semiabierta, medio de lado, las manos puestas en el marco, la pierna izquierda estirada, mi mirada hacia arriba, en diagonal. El vestido llegaba justo a ese sitio donde el muslo se convierte en nalga. Mi pelo liso. Mis ojos hablaban de diversión y nostalgia y asombro. “Quiero fotografiarte de nuevo, si hicimos algo como esta foto en tan poco tiempo y con tan mala luz, quiero saber lo que somos capaces de crear juntos”. Dije que sí sin tramitar algún proceso intelectual, un sí animal.

Lo demás es destino. Por eso quise contarte esta historia, por si de pronto sientes dudas de hacer aquello atrevido que traes en la cabeza: no te quedes con las ganas. Así es como nacen los recuerdos más inesperados… y extravagantes.

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