El amor romántico y el amor

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Para Sergio, ¡feliz cumpleaños!

Encontrar al amor de mi vida, el ser más afortunado sobre la faz de la tierra por haber sido el elegido para ser el único que entrara en mi cuerpo y se adueñara de mi corazón fue mi sueño púrpura de niña. Mío y de infinidad de adolescentes.

Me educaron en el amor romántico, en la dependencia económica, intelectual y emocional, en uno de los machismos más peligrosos: los que no lo parecen. Sé que quienes lo hicieron tenían la mejor de las intenciones y que así también los educaron a ellos, no es mi intención repartir culpas. Me criaron bien: lo malcriada es mi absoluta responsabilidad.

Pero la escuincla salió aventurera, liviana, rebelde, independiente, casquivana, con sueños expandidos y la receta precisa para dinamitar las fantasías de princesa; a la vástaga se le aligeraron los cascos desde la primera lengua que le exploró las encías a los catorce años. Después de ese primer beso, ¿cómo no desear más labios, más texturas, más sabores, más pares de manos entre el cabello?

Como  era lo usual, me casé. Tenía una relación abierta no consensuada con todo el dolor y los conflictos que eso traía. La realidad es que en la mayoría de las relaciones lo común es la infidelidad y la mía no era la excepción (en mi defensa puedo alegar que él empezó). Lo lógico: mi matrimonio fracasó entre amaneceres de pies fríos, manos ajenas entre las piernas y anhelos de derretir jaulas para volver a extender la mirada hasta donde un marido no podía acompañarme. O eso creía yo, porque apareció él y con él una nueva relación, ahora sí abierta, libre.

Él, como yo, ha vivido con la libertad como estandarte, como la convicción que acompaña sus decisiones, el ideal que inspira sus acciones, el sueño que motiva su cotidianidad.

Yo no sabía ser solamente una pareja, creía que debía ser útil, acompañar siempre, modificar mis tiempos y mi vida y hasta mis certezas para ajustarlos a los suyos y así probar mi valor como mujer y compañera. Yo no sabía tomar decisiones sin una validación masculina, me sentía desprotegida si no iba alguien conmigo. Aunque nunca me sentí de verdad a gusto en ese traje a la medida de “todas las mujeres”. Como tantas mujeres y como Carla Castelo escribió en su Manifiesto contra el amor romántico: “Somos demasiadas las que no encajamos en el modus operandi de la relación tradicional. Y en vez de crear nuevas formas de vínculo, estamos absortas intentando una y otra vez que encaje la pieza donde no encaja, como un niño de dos años insistente”.

Aunque salí rebelde, en varias ocasiones mi programación mental se ha impuesto. Temporalmente, mientras abandono el piloto automático y me vuelvo a poseer completa, sin miedos heredados ni principios estorbosos. 

Mi pareja es un hombre autónomo, no busca en mí ni a una mamá ni a una asistente personal ni de limpieza ni a una terapeuta ni un proyecto de asistencia social. Ni siquiera un objeto sexual. 

No opina si no le pido su opinión; no me critica; si me equivoco sólo recibo un abrazo sin juicios y el silencio necesario para que mis lágrimas se destrampen y pueda hacer mi recuento de aprendizajes.

Con él puedo estar loca, imperfecta, atrevida, brutalmente honesta, divertida, callada, liviana, densa, frágil, valiente, segura, temerosa, impetuosa, asertiva; él acompaña mis cambios hormonales, mis estados de ánimo variados; me da la mano igual cuando soy un armadillo hecho bolita sobre la tierra, que cuando soy un vendaval, que cuando me da por construir castillos de aire, de arcilla o concreto. 

El amor no tiene que ser tortuoso, no tiene que ser un inventario de quejas, no tiene que ser un catálogo de culpas, no tiene que ser la definición de descontento. 

El amor como lo entiendo ahora no tiene que ser romántico, sino una celebración cotidiana, un recuerdo diario de gratitudes, de regalos para el recuerdo y de libertad.

Otro texto de la autora: Ser sexy e ir a ferias de libros

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