Arriba el amor, abajo el amor

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Yo también caí en la trampa. Yo también conocí a un señor que me robó el aliento, el miedo al compromiso y los calzones, el que me puso el anillo con un diamante solitario mientras me penetraba de espaldas y pronunció las palabras tanto felices, como funestas: “Mónica, ¿te quieres casar conmigo?”. Como estaba oscuro tardé unos segundos en darme cuenta de que aquello en mi dedo tenía la dureza correspondiente al oro de 18 kilates, concordaba anatómicamente con un anillo de compromiso y por eso no respondí de inmediato aquel “¡Sí!” del que me he arrepentido en más de una ocasión; él también, no creas que la única embaucada fui yo, mi ahora exmarido también cayó en la trampa, aunque, aquí debo decir, nuestro mayor error nos provocó también a nuestros mayores aciertos: la niña y el niño que llegaron a conjuntar nuestros apellidos paternos y son de una perfección indiscutible.

Pero la belleza agridulce de la maternidad es otro tema.

El amor romántico es el culpable de que las relaciones entre hombres y mujeres sean tan mediocres. Nos convence de que hay un solo “amor de mi vida”; que la pareja, al casarse con nosotros o aceptar un noviazgo, se convierte en posesión nuestra; que la mirada de nuestro amado o nuestra amada estará única y exclusivamente dirigida hacia nosotros “hasta que la muerte nos separe”, así como los deseos sexuales y los momentos de ocio.

Que las mujeres somos seres débiles que hay que cuidar, por vulnerables y poco experimentadas en asuntos mundanos, al mismo tiempo que somos también algo así como madres sustitutas del marido o novio, a quien hay que atender como si fuera un niño que aún no sabe valerse por sí mismo en los asuntos de la casa y que lo regaña cuando hace travesurillas como llegar demasiado tarde o ponerle el cuerno, al mismo tiempo que debemos ser “en sociedad una dama, pero una puta en la cama”; que los hombres valen en función de su capacidad para proveer techo, seguridad y sexo y que sus emociones son estorbos que los debilitan; que una buena compañera es aquella que sacrifica todo por su hombre y por eso ese hombre tiene dos opciones, o ser agradecido o reconocer que se lo merece por ser superior en físico e intelecto que su mujeres.

Eso suena muy lindo en las novelas románticas y en las películas. En la realidad las expectativas de unos y otras, esas promesas de “y vivieron felices para siempre” son imposibles de cumplir: las mujeres no somos la representación de lo angelical ni inmaculado y los hombres no son la personificación de la fuerza y la gallardía, sino que nos movemos en escalas de matices imposibles de atrapar en una bola de cristal.

Tu pareja no será la única persona que se te va a antojar hasta la muerte, se te pararán enfrente varias tentaciones de carne y hueso; ni el amor es incondicional, sino un sistema de acuerdos, negociaciones y reconocimiento mutuo; ni tus cuidados y tu amor harán que él deje de ser mentiroso, mujeriego, alcohólico y violento, ni tus celos y posesividad harán que ella abandone sus proyectos profesionales para dedicarte sus días hasta la eternidad. Como escribió Coral Herrera en su libro Mujeres que ya no sufren por amor, “Cuanto más idealizamos el amor, cuanto más le pedimos al amor, más nos decepcionamos”.

Por eso es momento de mirarnos sin anteojos color de rosa ni empañados por el enamoramiento, y de una vez por todas asumirnos seres humanos, falibles, imperfectos, pero también, perfectibles. Es momento de escucharnos sin la idea de que la sumisión es necesaria para que las relaciones funcionen: dos personas en libertad, poseedoras de una vida propia, concentradas en crear en vez de estar obsesionadas con el otro, en interacciones horizontales en derechos y obligaciones, forman parejas equitativas, que se acompañan por el placer de compartir y no desde las carencias.

Es momento de “desromantizar” el amor para encontrarle nuevos significados y hacer posibles vidas pletóricas de plenitud.

Más de la autora: Carta a mi yo adolescente

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