Harta de hablar de amor

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Estoy harta de hablar de amor. O, más bien, de desamor. Estoy harta de hablar de mi cuerpo, de justificar mis decisiones, de sentirme tan defectuosa que continuamente debo repararme a mí misma, incluso cuando mi encontronazo con el mundo sea ajeno y me toque a mí reparar los platos rotos.

Estoy harta de escuchar quejas, reproches, críticas destructivas con disfraz de sugerencias constructivas; de esas sonrisas engañosas con la daga en la lengua, lista para pronunciar frases nefastas apenas me doy la vuelta.

Quiero hablar de las novelas que me cambiaron la vida, como Novela de ajedrez de Stefan Zweig, que a los 18 años me hizo crispar los puños con la historia de la tortura del Doctor B. cuando fue víctima del nazismo en su campo de concentración particular; o de La hija de la fortuna, con las aventuras de Eliza Sommers al fugarse de casa en la época de la fiebre del oro para perseguir al amor de su vida a California y me impactó tanto que elegí ese nombre para mi hija. O la asombrosa La conjura de los necios, obra maestra de John Kennedy Toole publicada de manera póstuma y ganadora del Pulitzer después de haber sido, también, la causante del suicidio de su autor al frustrarse porque a nadie le interesaba su libro. 

Quiero hablar de aquellos hallazgos entre las calles que te asombran en los viajes, como aquel perro recargado en una ventana de Ámsterdam, o un bar en Caracas en el que la planta baja era para que señores muy machos bebieran cerveza y la planta alta era un bar gay, o aquel restaurante en París que sólo ofrecía pato y champán.

Prefiero hablar de la música que me pone la piel chinita, como el Nocturno número 2 opus 9 de Chopin, o el Concierto para piano número 3 en re menor de Rachmaninov. O Seasons of love del musical Rent. Prefiero hablar de Rent y de El Fantasma de la ópera, de La Traviata de Verdi o Carmen de Bizet. De cómo los cantantes desafían a sus cuerdas vocales para colocarnos en los oídos aquellos sonidos que provocan orgullo por ser seres humanos.

Quiero hablar de la armonía en las palabras niebla, mador, inefable, fulgor, estruendo, iridiscente, atisbo, calma, quimera, libre, curvatura, vuelo, ámbar, deidad, guitarra… de aquellas pinturas y esculturas que me robaron las lágrimas, como la Victoria de Samotracia, el Guernica de Picasso; como Psique y Eros de Canova. 

Quiero hablar de los paisajes naturales y urbanos que me han robado suspiros, como el Cañón del cobre en Chihuahua, el glaciar Perito Moreno en la Patagonia Argentina o el lago de Saint Moritz; como Palenque en Chiapas, el Panteón de Agripa en Roma o la vista de Budapest desde el Danubio.

Quiero hablar del proceso de creación de un libro, de mis jugadores de tenis consentidos, de cómo estudiar el funcionamiento del cerebro provoca un conocimiento más profundo de quién soy, de las diversas manifestaciones de mi proceso creativo al momento de crear el concepto completo de una publicación nueva.

¡Hay tanto de qué hablar! Así que desde hoy me niego a seguir obsesionada con aquello que en vez de regalarme herramientas y materiales para construir, se lleve a mi mente hacia aquellos sitios en donde todo es perder el tiempo con dolores absurdos o pensamientos que dan vueltas como moscas que no encuentran la ventana para escaparse del encierro.

¿Qué dices, platicamos?

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