No es ella

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Escucha esta columna leída por L’amargeitor dando click aquí:

Tener hijos es un aprender a soltar perpetuo a partir del día que nacen.

Dejarlos dormir solos. Dejarlos caerse para aprender a caminar. Dejarlos embarrarse de frijoles aprendiendo a usar una cuchara. Dejarlos en la escuela el primer día. Dejarlos experimentar los cómo no, para aprender los cómo sí. Ir a casa de amigos o dejarlos en la fiesta solos por primera vez. Asumir que, de más en más, su vida será sin nosotros y que, por más que nos duela, no podremos ser testigos de cada momento. Pero, sin lugar a dudas, de todos los soltares enseñarles a manejar (además del más extremo de los deportes parentales) y verlos irse solos, es uno de los momentos más culeros.

Y es que ese, el momento en el que agarran su cartera y se van, solos, a la vida (en coche o como sea) es cuando entendemos que ya no dependen de nosotros. Que tienen que aprender a cuidarse solos. Que las probabilidades de que algo salga mal son miles, pero no podemos amarrarlos a nosotros.

La ironía. Nos pasamos los primeros años enfocados en enseñarles a ser independientes, a resolver, a hacer, a pensar, a actuar… a no necesitarnos. Pero nadie nos avisa lo doloroso y aterrador que será el día que hayamos cumplido exitosamente esa misión y sea hora de soltarlos y dejarlos tomar las riendas de su vida.

Es en ese momento cuando te das cuenta de que la parte fácil fueron los primeros años.

Por más cansados. Por más monótonos. Por más eternos que nos hayan parecido… qué rápido pasaron. Cuando todo estaba “bajo control”. Cuando los horarios los dictábamos nosotros. Cuando las repeladas eran chillidos y no argumentos demoledores contra nuestros principios, nuestra persona, o nuestra manera de ver y vivir la vida. Cuando éramos el ídolo máximo de esas personitas  y no un objeto de vergüenza e incomodidad recurrente. Cuando se les podía agarrar a besos sistemáticamente sin que te voltearan los ojos y nuestras ideas eran las mejores del mundo. Cuando querían estar encima de nosotros todo el día y no en un planeta lejano. Cuando las puertas se mantenían abiertas y no las usaban para marcar sus territorios. Los hijos chicos son una delicia máxima (proporcional a la chinga máxima) pero no entendemos la dimensión de esa delicia y la delicia de esa época, hasta que ya crecieron.

Probablemente es mejor, porque si nos avisaran lo que nos espera no andaríamos por ahí procreando a lo pendejo. Dicen que, por eso, la adolescencia llega cuando ya nos encariñamos con ellos y, francamente, lo entiendo.

Que quede claro que mis hijos son lo mejor de mi vida. Pero también, por momentos, son lo peor. Los momentos en los que tengo que entender que son personas independientes de mí, libres de elegir cosas que a mi me parecen mala idea. Los momentos en los que dar un permiso implica correr riesgos que no puedo controlar (aunque la verdad nunca controlamos realmente nada). Cuando me detestan. Cuando tengo que rogar por un rato de convivencia. Cuando el sentido común me abandona y me engancho en una discusión asquerosa y acabo siendo la “Bruja del 71” y los quiero estrangular tantito (so to speak). Cuando me doy cuenta de que ya se van…esos, son los peores momentos.

Y sin embargo, pues eso es lo que hay y esa es la descripción de puesto: soltarlos un poquito cada día.

Así que estas vacaciones, aprovechando que hay menos gente en las calles, me di a la tarea de mandar a la de 17 a hacer cosas, sola, en mi coche. Tengo que reconocer que es un descubrimiento delicioso saber que ahora tengo una chofer a mi disposición lista para cualquier misión a cualquier hora y que, para variar un poco, responde con entusiasmo a mis propuestas en lugar de decirme a todo que qué hueva. Es una enorme satisfacción verla empezar a desdoblar sus alas y ser testigo de cómo, con cada nuevo “mandado”,  la seguridad en ella misma la hace crecerse y crecer.

Qué delicia es también verlos convertirse en ellos mismos…

Sin embargo, es aterrador, y cada vez que se va se me va tantito el alma a los pies. Y no porque no confíe en ella, ni en lo que el Sponsor y yo hemos minuciosamente sembrado y puesto en su maleta personal de formación. No es ella. Es este país.

Este país en donde diariamente asesinan a 11 mujeres y nadie hace pinches nada.

Este país en donde el verdadero deporte de alto riesgo… es ser mujer. Sin importar tu estatus social. Tu edad. Tu lugar de residencia.

Estamos todas en riesgo todo el tiempo y  nuestro presidente, en lugar de tomar las riendas de este país, hacer algo al respecto y protegernos, se ha dedicado a darnos la espalda, a todas, de todas las formas posibles y como no  solo la minimiza sino que la ignora, permite la violencia que no para, en lo que él se para todas las mañanas en su púlpito a decir pendejadas.

Lamentable. Indignante. Enfurecedor.  Y aterrador.

No creo que soltar a los hijos y verlos irse haya sido nunca fácil para ninguna mamá, o papá, pero me queda claro que en esta época y en este país, formar hijos independientes y libres adquiere un grado de dificultad mucho más grave, especialmente si son mujeres y se corre peligro permanentemente, en el transporte público, en el súper, en la calle, en una fiesta, en la gasolinería, en un semáforo o en tu propia casa.

En México, ser mujer y estar viva, es un peligro mortal permanente.

Y ante eso yo solo deseo dos cosas: que tu hija y mi hija estén siempre a salvo y que las siguientes elecciones nos acordemos de mandar a este mal gobierno (que al lavarse las manos se hace cómplice) directito a la chingada.Les recuerdo, mujeres, que entre tanta desventaja seguimos teniendo una ventaja: nosotras, somos el 52% del padrón electoral.

Otro texto de la autora: Sandwiches de empatía

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