Nunca es tarde (y nunca digas nunca)

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Puedes escuchar este texto narrado por L’amargeitor dándole click aquí:

Nunca, jamás en la historia de mi vida, formé parte del club de los que aman los masajes, los spas y demases menesteres de relajación y “wellness”. Muy al contrario, me parecían una pérdida de tiempo brutal (y no hablemos del dinero) y mejor no les cuento cuánto ¡cuantísimo! no.so.por.to que me agarren, soben, detengan la cabeza, para ningún fin. Nunca. Por ningún motivo. Jamás. Me altera… (como claramente pueden notar).

La cosa es que como no es algo que yo vaya diciendo por la vida, (lo de que no me gustan los spas) en septiembre pasado, de cumpleaños, tres amigas me regalaron un vale para asistir a dos de estos lugares muy elegantes para que “me consintieran” y que evidentemente agradecí genuinamente (porque una cosa es ser Amargeitor -que, ojo: noooo es lo mismo que ser amargada, solo directa y francamente opinionada– y otra, muy distinta, una flagrante mal educada).

La amiga A me dio un vale para ir sola. Las amigas B y C me lo regalaron juntas para ir las tres y como, aparte de no ser mal educada, me choca rotundamente el desperdicio de cualquier insumo, pues no me quedó más remedio que usarlos…

El vale para el apapacho personal/individual se vencía pronto por lo que agendé mi cita pocos días después de recibirlo y, ustedes no están para saberlo, pero en ese momento mi vida como la conocía se estaba desmoronando. Me acuerdo de llegar a ese oasis de olores y sonidos deliciosos como en un mal sueño en el que estás, pero no estás. Me desvestí, me puse la bata deliciosa y metí los pies en las pantuflas esponjosas y me senté a esperar y tomarme mi copa de Champagne en una salita preciosamente zen, todo, como un robot. Por fin, la adorable señorita llegó para llevarme a mi sala de masaje que, por supuesto, olía y estaba más preciosa que la primera… si eso era posible.

“¿Hay alguna cosa particular que tenga que saber de restricción, lesión, o preferencia que me quiera hacer saber?” -me preguntó mi hada madrina asignada para dicha ocasión.

“Sí” – le dije- “creo que voy a llorar todo el tiempo que dure esto. Ignóreme, por favor”.

“Muy bien señora” – me contestó con todo el coolness que pudo, pensando probablemente para sus adentros: “¿qué chingados hice yo para merecer esto?”

Dicho y hecho: no.paré.de.llorar.

La hora y media que estuve en ese elegantísimo lugar, suspendido en las alturas de un rascacielos citadino, lloré y lloré y lloré. Sin sollozos. Sin ruido. Sin drama. Era nada más como si alguien me hubiera abierto la llave de la tristeza y millones de lágrimas atrapadas en mi cuerpo hubieran, por fin, encontrado la salida. Cuando la sesión terminó, además de darle las gracias a esa pobre alma, me disculpé y, no sé si porque era parte del paquete, o porque la amable señorita pensó “a esta pobre le hace falta” me regresaron a la primera salita y me sirvieron una segunda copa de Champagne que, obvio, me tomé obediente porque insisto: soy muchas cosas, pero grosera ¡jamás!.

Me fui de ahí liviana. Sintiendo el cuerpo como chicle y el alma aliviada y pensando que, contra todas mis teorías, tal vez sí había masajes para quitarte peso de encima…

Para el segundo regalo teníamos varios meses para planear y como, insisto, mi vida no estaba en el mejor momento (y siendo que de entrada nunca era el gran plan para mí: ahora menos) pues esperamos. Hasta que hace unos días me encontré el dichoso certificado y me di cuenta de que quedaban tres semanas para que venciera. Después de idas y venidas de mensajes con las dos amigas se acordó y agendó por fin una fecha para un sábado en la mañana.

Diferente lugar. Misma historia: todo precioso, esponjoso, zen, con gente extraordinariamente amable por doquier. Yo, con la mente abierta, en otro lugar de mi vida (es increíblemente trillado pero el tiempo -y la terapia- definitivamente hacen maravillas) y enfocada en que más allá de que me fueran o no a tocar la cabeza, el objetivo de estar ahí era convivir con mis dos amigas de secundaria durante todo un día después de años de no pasar con ellas más que un par de horas de vez en cuando, sin prisas, sin horarios, sin hijos, maridos, o celulares.

En esta segunda experiencia no lloré. Sin embargo, me dediqué a reflexionar por qué es que me resistía tanto a estas actividades y no tardé en darme cuenta de que la razón, para acabar pronto, es que soy una impaciente profesional.

Me he pasado la vida pensando que un masaje que no sea terapéutico (porque para mis males de espalda me han tenido que hacer muchísimos masajes descontracturantes que también me sacan lagrimitas, pero de dolor) es una pérdida de tiempo colosal y que lejos de soltar el cuerpo, mi cabeza se iba galopando a mis listas de pendientes y actividades “urgentes” y en lugar de disfrutar, me pasaba el tiempo pensando ¿cuándo diablos se acaba esto?

Estando ahí acostada boca abajo viendo al piso mientras unas manos expertas me manoseaban sin cesar en otro lugar suspendido del mundo, comprendí cuánto me cuesta soltar y simplemente estar y agradecer ese momento, ese minuto, ese espacio y pensar en absolutamente en nada, más que en mí… o en nada.

Apagar el cerebro en consciencia es uno de los retos más cabrones del trabajo personal ¿están de acuerdo?…

La mañana se nos fue despacito, entre los olores y las telas suavecitas y, aunque tengo que decir que hay varias cosas que podría ahorrar en las experiencias: los soniditos de campanitas y las explicaciones eternas de cada cosa (porque aceptémoslo: uno es quién es y lo de desesperada pues no sé si se me va a pasar algún día #esloquehay #nimodo) sí puedo reportar que lo disfruté. Las dos veces. Contra todas mis expectativas.

Me relajé. Gocé a mis amigas. Y salí sintiéndome mejor de lo que llegué y me parece que esa es en general la premisa de acudir a uno de estos lugares.

Así que, no solo queda aprobado como regalo (por si les uuurge dispararme uno) voy a empezar a regalarlo yo a otras personas siempre que haga falta, porque muy probablemente, como yo, muchas de esas personas no tienen en su cabeza agendar tiempos de auto apapacho para descansar, para gozar, para desconectar, o conectar y sí, también, para llorar.

Así que sirva la presente para agradecerle a las susodichas haberme enseñado que el secreto detrás de un día de spa, no es el aceite, ni el lugar, ni el tratamiento, o el olor… es darte tiempo de parar y reconectarte contigo o con alguien más y que, paralelamente, nunca es tarde para hacer cosas nuevas ni para cambiar de opinión… aunque me siga cagando que me toquen la cabeza.

Otro texto de la autora: Tú también puedes

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