El ego de Muñoz Ledo

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Porfirio Muñoz Ledo se fue, dejando un buen recuerdo como figura política. En un ambiente mezquino y dividido, hubo un amplio acuerdo entre las personalidades políticas de todos los partidos en reconocer su trabajo y su contribución a la institucionalidad democrática del país. Incluso el presidente, que trata sus rencillas como un vino que mejora con los años, dedicó un generoso mensaje en redes sociales a quien lo criticó severamente en sus últimos tiempos.

Entre tanto halago y reconocimiento, se ha mencionado una característica de Muñoz Ledo que en principio es una debilidad de carácter: su desmedido ego. Ciertamente, Muñoz Ledo era el tipo de persona que en todas las fiestas es el cumpleañero. Nadie estaba más consciente de las aportaciones de Porfirio que Porfirio.

Pero sobre esto hay que decir un par de cosas. La primera, que el ego de Muñoz Ledo fue proporcional a sus méritos. En nuestro ambiente político hemos padecido a arrogantes del calibre de Pedro Aspe o de López-Gatell, cuya estupenda opinión de sí mismos no tiene asidero en ninguna contribución concreta al bienestar del país (así sea la contribución de no empeorar las cosas). 

Muñoz Ledo tomó algunas decisiones equivocadas y no siempre apoyó a las fuerzas del bien, por ponerlo de alguna forma, pero en el balance final fue constructor de instituciones democráticas. No solo por su papel en la Corriente Democrática, sino por su participación, como presidente del PRD, en la reforma electoral de 1996, la que sacó al gobierno de las elecciones.

Mientras fue priista, destacó como destacaban los priistas: en el poder ejecutivo. Después de eso, sus momentos más brillantes fueron como legislador. Diré que, en las últimas décadas, es lo más parecido que hemos tenido a un Cicerón. En una época en que los políticos balbucean sandeces y cada vez más se rinde culto a la ignorancia como forma de cercanía con el pueblo, Muñoz Ledo se sentía orgulloso de sus habilidades oratorias y mostraba una cultura y un dominio de información nacional e internacional dignos de envidia. Mientras sus compañeros de partido se especializaban en el dogmatismo y la repetición automática de las consignas emitidas en las mañaneras, Muñoz Ledo apelaba al raciocinio.

Con todo su ego, este convencido socialdemócrata buscaba persuadir con razonamientos programáticos, no a partir del peso de su autoridad. Pero hay un episodio que define muy claramente los límites del ego de Porfirio. 

Poco después de la nominación de Carlos Salinas como candidato del PRI a la presidencia en octubre de 1987, el grupo de disidentes de la Corriente Democrática decidió postular su propia candidatura. Cuenta Luis Javier Garrido (La Ruptura, 1993) que el grupo acordó que Cuauhtémoc Cárdenas y Muñoz Ledo definieran quién sería el candidato. Reunidos, determinaron “votar” escribiendo cada uno su propuesta de candidato en un papel. Cárdenas obtuvo dos votos. Ahora nos parece una opción muy natural, pero se debe considerar que en ese momento el mayor atributo público de Cárdenas era básicamente su apellido, mientras que Muñoz Ledo tenía mayor reconocimiento público y un historial con mayor peso. Pudo haber armado un caso muy convincente en favor de su candidatura, pero optó por apoyar la candidatura de Cárdenas.

Hoy vemos figuras de la oposición que renuncian a sus aspiraciones presidenciales porque prevén su derrota en la contienda interna, pero su justificación es que “las reglas” no son equitativas. Cuando hacen eso, generan dudas sobre la legitimidad de quien resulte ganador con esas reglas, disminuyendo las de si bajas probabilidades de triunfo de tal candidatura. Estos políticos de medio pelo son incapaces de poner el bien mayor por encima de sus intereses personales.

Qué diferencia con la claridad de prioridades y la capacidad de desprendimiento que tenía Porfirio, ese gran ególatra.

Otra colaboración del autor: Por mi culpa, por mi gran culpa

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