Elecciones sangrientas

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Hace unos pocos días, Armando Pérez Luna fue asesinado en Maravatío, Michoacán. Tan solo unas horas antes mataron a balazos a Miguel Ángel Zavala, también en ese municipio. Estos dos nombres quizá no le digan mucho a la gente, pero hay una razón por la cual sus ejecuciones deben importarnos: ambos eran aspirantes a ser presidentes municipales ahí.

Pérez Luna era del PAN y Zavala de Morena, y se preparaban para enfrentarse en las urnas. Las balas criminales los alcanzaron antes.

Dos asesinatos en Michoacán no llaman mucho la atención en un país empapado en sangre, por supuesto. Con más de 30 mil homicidios al año, México es una nación que ya ve la violencia como parte de un paisaje inevitable.

Pero sí debe importarnos que apenas ha iniciado formalmente el proceso electoral de 2024 y ya estamos rompiendo récords en violencia política. Hasta ahora van unos 15 homicidios de aspirantes o políticos, decenas de agresiones, levantones, amenazas y demás. 

Dado que la mayor parte de estos actos suceden en poblaciones pequeñas y en general afectan a personas poco conocidas fuera de sus comunidades, es fácil para el país ignorarlo. No son crímenes que llenen titulares ni que conmuevan a la opinión pública.

Pero precisamente por eso, por la forma en que lo ignoramos, es que es tan grave el problema. Porque lo que sucede es que los grupos criminales que realizan estos actos de violencia saben que los cubre un manto de impunidad y silencio. Las autoridades dan poca importancia a la mayor parte de estos sucesos, y quizá en muchos otros son cómplices. 

Así, la mafia tiene un camino fácil para asegurar el control de ciertas plazas. Puede comprar a algunos políticos y matar o expulsar a los que estorben. México se va convirtiendo en un país cogobernado por el narco que sigue la vieja lógica colombiana de “plata o plomo”.

Esta violencia, por supuesto, no comienza con este gobierno ni es nueva. Desde hace ya un par de décadas los grupos criminales locales o nacionales usan su poder de fuego para intimidar a políticos que les son incómodos o estorbosos. Pero aún con toda la herencia maldita que pregonan los gobiernos actuales, el hecho es que su deber es garantizar el derecho al voto seguro.

Quienes hoy gobiernan tienen una enorme responsabilidad en lo que está pasando. La política federal ha sido ignorar el problema, de ser amable y tolerante con la delincuencia, y sobre todo de permitir que se apoderen efectivamente de amplios segmentos del territorio nacional. 

Mientras López Obrador pelea con periodistas y redes sociales -desde los hashtags hasta YouTube– tratando de sacudirse la imagen de ser un presidente vinculado al narco, el líder de su partido, Mario Delgado, minimiza esta violencia electoral. A pesar de que los ataques también han alcanzado a militantes de su partido, Delgado insiste en que son casos específicos y que no hay nada de qué preocuparse. 

Y cómo olvidar cuando, después de la elección intermedia de 2021, López Obrador hizo un reconocimiento al crimen organizado que, según dijo, “se portó muy bien”. Esto, a pesar de que hubo más de mil casos de agresiones registrados y más de un centenar de homicidios.

Así, mientras la nación debate si el New York Times y la DEA son parte de una conspiración conservadora, mientras las redes sociales se inflaman de odio, los criminales avanzan en ir instalando candidaturas sometidas, aniquilando a quien no promete lealtad.

Hablamos de un gigantesco peligro: una elección secuestrada por el narco. Una en la que haya localidades, quizá muchas, en que no importa por quién votes, votarás por la mafia. 

Eso tiene un profundo impacto en la calidad de nuestra democracia: nos hace perder la confianza, polariza aún más a la sociedad, crea inestabilidad política. Y lo peor, impone el miedo.

Ninguna democracia sobrevive cuando votamos con miedo.

Más del autor: Idus de marzo

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