Fast Fashion

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La ropa que usamos las mujeres ha servido para empoderarnos, para posicionarnos, incluso para hacer un statement sin decir nada, pero todo el mundo entiende lo que es un “vestido de la venganza” o sabe que cuando una celebridad usa algún vestido accesible sus ventas se dispararán inevitablemente a punta de fotos en redes sociales. Porque hay prendas que pueden hacer que nos miren, ser tomadas en cuenta, mandar un mensaje de unidad o de protesta, reivindicar derechos.

Pero no solo por eso hablar de moda es una cuestión feminista, sino porque es un tema que atraviesa a las mujeres jóvenes: son mujeres entre 18 y 24 años las principales compradoras de la moda rápida, esa de marcas globales que ha permitido a la gente joven, sin gran presupuesto, tener qué ponerse para sus primeros trabajos y ser tomada en serio.

Al mismo tiempo, también son mujeres entre 18 y 35 años el 80% de las personas que trabajan en las industrias textiles. Algunas ganan tres dólares diarios y trabajan 16 horas al día en China, Bangladesh, Vietnam o la India. 

La globalización de las cadenas de suministro ha permitido algunas de las peores explotaciones en la industria de la moda, donde las trabajadoras son también descartables: abuso laboral, acoso sexual, maltrato, talleres clandestinos, falta de regulación y condiciones insalubres, que violan los derechos humanos y ponen en peligro sus vidas. Todo esto se ha documentado en las fábricas de ropa que surten a las empresas mundiales que promueven estereotipos de elegancia únicos, mientras atizan el consumo excesivo global.

Y es otra vez la explotación de las mujeres en los países en desarrollo el combustible que sostiene las grandes empresas chinas, estadounidenses y europeas de la llamada Fast Fashion.   

Por si fuera poco el daño en la vida de millones de mujeres que no pueden acceder a mejores empleos, la industria mundial de la moda está entre las tres industrias que más contribuye a la contaminación del planeta y al cambio climático. Emite 1,200 millones de toneladas de dióxido de carbono cada año, lo que es más de lo que emiten las industrias del transporte marítimo y la aviación juntas.

Desde nuestros teléfonos nos acosan las marcas de moda rápida como Shein, Temu, Boohoo, Cider persiguiendo trendings inalcanzables porque para cuando las recibamos ya habrá una nueva tendencia. Mientras eso sucede globalmente se producen y descartan millones de toneladas de prendas impactando globalmente. 

Sin embargo, quienes sin duda tienen el mayor impacto de este ciclo de consumismo desmedido son las comunidades vulnerables en los países del Sur Global donde se contamina o se tala para obtener las materias primas, el algodón, las fibras o se convierten en vertederos textiles como en el desierto de Atacama en Chile.

Pero la responsabilidad no está en las consumidoras sino en un sistema que promueve y necesita la demanda constante, fomentar la insatisfacción y la ilusión de felicidad con un vestido nuevo; en los medios y la publicidad que critican cuando alguien famosa repite atuendo, en una industria que promete darte herramientas para triunfar siendo tu misma, mientras reproduces los estereotipos de belleza que visten millones más en el planeta. 

Necesitamos que la industria de la moda cambie profundamente y que lo haga rápido, como lo hizo en su momento la de los productos de aerosol que hacían un agujero en el ozono, o la de los automóviles que se vieron obligados a implementar cambios tecnológicos para reducir sus emisiones de carbono.  

Aunque como feministas lo congruente es estar informadas y comprar menos, sumarnos a los retos de no comprar ropas nuevas por un año o consumir prendas de segunda mano, la responsabilidad debe estar en las empresas y es a ellas a quienes debemos presionar. Las marcas deben asumir la responsabilidad de ofrecer condiciones dignas y salarios justos y por supuesto, fomentar la sustentabilidad medioambiental de la propia industria. Y solo exigiéndolo como consumidoras podremos presionar para que la forma en la que se elaboran nuestras prendas cambie.

Lo que sí está en cada una de nosotras es aprender a amarnos más allá de cómo nos vestimos, el investigar las prácticas de lo que consumimos, crear conciencia sobre quién hizo nuestra ropa e intentar que tenga el menor impacto posible e incluso genere un beneficio para productores locales y a las familias que viven del tejido. 

Otro video de la autora: Las niñas invisibles

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